Aún tengo grabada a fuego en la retina tu imagen en aquel bazar de Estambul. Tu piel morena, tu mirada intensa, los pintorescos colores y olores que te rodeaban. Me hipnotizó tu aura, tu presencia que contaba sin palabras mil y una historias de princesas orientales y de desiertos, de incienso y de luna, de rojo azafrán y de dulce y jugosa granada.
Te acercaste a mí en aquella tetería casi vacía, donde yo estudiaba con cierta preocupación un incomprensible mapa de la ciudad. Te ofreciste a ayudarme y yo fui incapaz de rechazar tu ofrecimiento de acompañarme, de mostrarme la ciudad. Resistirme habría sido un esfuerzo en vano: muy a mi pesar, ya estaba anclada a ti sin remedio.
En una callejuela sucia, escondida de todo y de todos, mi impaciencia, como siempre, me ganó la batalla. Sin poder contenerme, me acerqué a ti. Mi pecho rozó el tuyo, mi mano se colocó suavemente sobre tu brazo, acerqué mi cara a tu cara y sentí tu aliento cálido sobre mi mejilla. Agachaste la cabeza levemente y tus labios buscaron mi cuello, rozándolo varias veces seguidas, sin llegar a besarlo. Cerré los ojos. Mi respiración comenzó a agitarse. Noté cómo el rubor subía por mis mejillas. Mi cuerpo comenzó a arder de tal manera que, en esa fría tarde de invierno, sentí la necesidad de quitarme el abrigo en plena calle. Sin embargo, no me moví.
Abrí los ojos de nuevo y te miré. Tenías la mirada clavada en mi boca. Bajé los ojos hasta tus labios, rosados, algo pálidos por el frío, rodeados por tu barba de dos días, tan apetecibles que tuve el impulso de cubrirlos con los míos.
Y aun entonces, no me moví. Me quedé completamente quieta, saboreando ese momento, esperando a que tú dieras el primer paso.
Tras unos segundos, vi cómo tu cara se acercaba lentamente a la mía. Suspiré. El frío se encargó de que los dos viéramos mi respiración viajando de mi boca a la tuya. Seguiste acercando tu cara hasta dejarla a escasos milímetros de la mía y ahí, esperaste. La distancia que quedaba la recorrimos a la vez. Nuestras bocas se movieron, atrapadas la una en la otra. Tu lengua separó un poco más mis labios y se introdujo en mi boca. Mi lengua la recibió impaciente y ambas se abrazaron en un juego espontáneo y, sin embargo, perfectamente coreografiado, delicioso, que las hacía buscarse cada vez con más ansiedad.
Sabías a tabaco y a menta.
Mis brazos rodearon tu cuello. Tú rodeaste mi cintura y me empujaste muy suavemente contra el muro que teníamos detrás. Me abriste el primer botón del abrigo y separaste un poco las solapas. Bajaste la cabeza y me besaste la parte superior del pecho tres veces, para luego subir por el cuello y por la mejilla derecha, pasar por mis ojos cerrados y volver a los labios, que ya volvían a buscar los tuyos casi con desesperación.
De pronto, oímos cómo un vendedor ambulante doblaba la esquina y entraba en la callejuela. Nos separamos y seguimos caminando. Los colores y olores de Estambul nos envolvían, pero yo solamente sentía tu esencia y el sabor de tu boca en la mía. Entramos en la calle principal, llena de puestos de especias y de fruta. Había tanta gente que casi no podíamos caminar. Un vendedor de especias me puso una bolsa de tela llena de azafrán delante de la cara, incitándome a comprar. El olor impregnó mis fosas nasales. Sonreí. Me di la vuelta para compartir esa maravillosa sensación contigo… y fue entonces cuando me di cuenta de que ya no estabas. Te busqué con la mirada y después me moví tan rápidamente como pude por aquel bazar abarrotado, buscándote: habías desaparecido.
No volví a verte. Te seguí buscando durante días, en cada rincón de Estambul, en cada calle, en cada tetería. Te habías desvanecido como un espejismo. Llegué a pensar que te había imaginado, que nunca llegaste a existir. Pero en el fondo sé que eso no es posible.
Lo sé, porque incluso ahora que estoy de vuelta en Madrid, ahora que han pasado meses desde mi viaje, a veces, cuando menos lo espero, vuelve a revolotear en mis labios el sabor a tabaco y a menta de tu boca.