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El rincón literario: Vestido rojo


Entran en aquel desconocido pueblo con intención de fotografiar las torres de su impresionante castillo medieval. Van a pasar allí la noche de camino a su destino de vacaciones. Lo recorren en pocos minutos: una plaza, la iglesia, una calle principal en donde se encuentran la mayoría de los bares repletos de jóvenes alegres.

Es uno de tantos pueblos que han visitado en su recorrido en busca de algo diferente para plasmar en su máquina.

Cuando van a subirse a su recién estrenado Mercedes descapotable, les llama la atención la musiquilla; se está celebrando en la plaza del pueblo la fiesta de la Vendimia. Todo el pueblo espera la pisada de la uva, la bendición del “mosto” y la primera cata de la cosecha. Es un pueblo eminentemente vinícola.

Deciden verlo, sólo se retrasarán unos minutos. No tienen prisa. Coge su mochila azul en donde tiene todo lo necesario para captar el momento y se acercan a donde el pueblo entero está sentado esperando a los niños, jóvenes, cofrades etc. Él se separa unos metros.

Hace un sol de justicia. Los mejores sitios están reservados para los cofrades que con sus gruesas capas color granate -color vino- presiden y observan la pisada. Niños ataviados con vestimentas de vendimiadores. Capachos con uvas traídas para la ocasión.

La mujer, de caderas anchas, observa y ve que hay una casa con una hermosa vidriera con cortinas blancas venecianas desde donde calcula se puede tener una perspectiva diferente a la que su compañero captará en el lugar que se ha colocado. Duda pero dos vecinas del pueblo la animan:
     “Son del pueblo aunque no viven, son de los ricos, ¡venga anímese! por pedir no pasa nada”.

Su vestido rojo y su melena con cortinas del mismo color la hacen vistosa.

Llama a una de las puertas de madera antigua y no contestan. Cuando esta a punto de hacerse paso entre la multitud que hay en la acera, ve a una mujer con edad indeterminada que le pregunta
     - "¿Qué quiere?"
     - "¿Le importaría que subiera a hacer unas fotos desde su balconada? Estoy haciendo un reportaje sobre la vendimia y su terraza cubierta me invita a tener un lugar privilegiado".


La mujer duda pero le ofrece que la siga.

Entra en una sala, antigua con olor a lavanda y a cerrado. En la alargada galería saludan tres caballeros de cabellos blancos y plata.

La dueña de la casa intenta subir una de las cortinas venecianas pero no corre bien y va probando hasta que da con una que le permite subirla. Abre la ventana, atascada por el tiempo pasado sin que nadie la abriera, y se la ofrece a la emocionada mujer del traje encarnado.

¡Perfecto! Saluda a su compañero y éste sonríe. Al tercer disparo algo sucede…; escucha un ruido como de una botella que se rompe y un grito de la gente de la calle. Mira y… ¡no puede creer lo que ve!

Un hombre tendido en el suelo, sangrando por un cristal que involuntariamente y sin apenas percatarse, ella ha roto con su rodilla izquierda. Se queda paralizada no sabe qué hacer y busca desesperadamente los ojos de su acompañante. No los encuentra; sí los de las dos mujeres asustadas que se echan las manos a la cabeza.

Pasan unos minutos que ella no sabe qué hacer. El griterío aumenta y los tres hombres se acercan dándole un vaso de agua para que reaccione, la cámara esta en el suelo y ella sentada en cuclillas intenta recomponer lo sucedido.

No sucede nada, sólo murmullos y en su interior un temblor que no puede dominar, y miedo. Cuando se da cuenta, dos policías con gorra roja y trajes negros le piden su identificación. Le hablan pero ella no puede articular palabra.

La hacen sentarse en una silla y ve como rebuscan en su mochila, sacan documentación que comprueban a través de su transmisor y cogen las llaves de su coche.

Aparece su compañero cabizbajo: ¡has matado a un hombre! Y llora. Es lo único que se le ocurre decir. No le mira a los ojos, no se siente apoyada. Y el momento terrible de bajar aquellas escaleras que con agilidad tan sólo hacía unos minutos subió con alegría, ahora le resulta empinada y costosa para su cuerpo que pesa una tonelada.

La muchedumbre le grita, la insultan; ella mira atónita y ve una persona en el suelo, alguien le ha tapado con su capa color vino que mezclado con el rojo de la sangre la hace perder casi el equilibrio.

Entra en un coche de la Ertzaintza y nadie le habla.

Horas de interrogatorios y una acusación.

Han encontrado una gorra que le regaló el periódico que habitualmente lee de España y en un apartado de su maleta el carné del partido de derechas al que pertenece. Eso la hace sospechosa.

¿De qué? De haber matado a un político nacionalista vasco, con premeditación y alevosía.

No la escuchan. No les convencen las explicaciones de la inofensiva gorra y menos que no es militante activa y menos aún que sabía que debajo de aquel balcón, al que subió a hacer una simple fotografía de la pisada de la uva de aquel pueblo, que ya nunca olvidará, se iba a parar el militante activo de los simpatizantes de la banda terrorista odiada por muchos del partido que ella pertenecía.

Sólo le permiten hacer una llamada. ¿A quién llamo? ¿Por qué tengo que llamar a nadie? Enseguida se darán cuenta que es un absurdo accidente y la soltarán. Pregunta por su compañero, no contestan. Su móvil está apagado (¿? ¿?).

La noche parece no tener fin. Sólo se escucha el ruido de los borrachos que pasan por la calle. Ella está en una habitación en una silla incómoda. Le han dado algo de comer, le es imposible ingerir nada sólido, sólo un vaso de agua y un café con leche.

Llega la luz del día y su cabeza no deja de decir que de un momento a otro alguien se va a dar cuenta que ha sido un accidente, un penoso accidente y la va a dejar irse. Nuevo interrogatorio y le hacen ponerse los brazos atrás... ¿qué hacen? La han esposado y sin dejarla hablar ni decirle nada más la introducen en un coche con cristales oscuros. Aún así alguien vigila el cuartel y golpean a su paso diciéndola ¡asesina! Cree que no va con ella.

Pregunta a dónde la llevan y nadie contesta; después de unos minutos cree ver por los carteles de la carretera que la llevan a San Sebastián. Esta incomodísima con las manos atadas atrás. Recuerda tantas películas en las que al quitarle las esposas se frotan para que circule la sangre. Daría algo por poder hacerlo. ¿Por qué no le han puesto las esposas delante? Ella no es una criminal. Intenta ponerse cómoda pero enseguida el Ertzaina la mira y le dice que se esté quieta.

Ellos hablan pero no entiende nada.

Esos paisajes que tanto adora, por su verdor, las vacas pastando tranquilamente en sus prados. Ahora le parece que la miran diciendo en todos los carteles “asesina”.

Empieza a revivir minuto a minuto lo sucedido y ¡hay tantas cosas que no entiende!

¿Cómo pudo caer el cristal y darle precisamente a él? Podía simplemente haber caído a la acera.

¿Por qué su compañero no aparecía, ni le hablaba ni le miraba a los ojos? Parecía como si le dijera que siempre había estado SOLA.

¿Por qué ya la habían acusado de asesina? Era un clarísimo fatal accidente y por una gorra y un carné no se puede detener, ni esposar a una persona sin escucharla.

No veía el reloj ni tenía idea de la hora que era; sólo observa; San Sebastián 150 km. Luego 100, luego… sabía que en cuanto entrase en la comisaría estarían esperándole, le quitarían aquellas esposas y le pedirían disculpas por aquel trato, por aquel error.

Le entró un pánico atroz y perdió el conocimiento….

Cuando despertó su vestido rojo estaba totalmente mojado por el sudor frío que la invadía.

La boca la notaba seca y sólo deseaba beber.

No quería mirar. No se atrevía. Tenía tanto miedo a lo que se podía encontrar que se limitó a taparse la cara con las manos que milagrosamente estaban liberadas ya de sus esposas, en su lugar llevaba varias pulseras de plata y colores.

Solo oía:

     "¿Estás mejor? Es la tensión, la tiene siempre muy baja. Se ha asustado pensando que ha podido suceder algo. No ha pasado nada tan sólo un rasguño a una niña que estaba en la acera. No te preocupes, se paga el cristal y ya está.”

No probó el mosto. No podía estar ni un minuto más en aquel pueblo del que quería olvidar su nombre. No tenía fuerza para contar a nadie un pequeño incidente que a ella le pareció lo más trágico que nunca le había sucedido. Dudó en tirar el vestido rojo.

De todo se aprende:

La fotografía, el vestido y el nombre del pueblo, le harán recordar lo que debió hacer y no hizo.

6 septiembre 2008© T-045.2008

Mary Carmen Gómez de la Rosa (ricos47@telefonica.net)
Me gustaría recibir la opinión de los lectores.
Enviado el 11 de octubre del 2008



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