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El rincón literario: El rancho, tesoro de mi niñez

Mi abuelo Daniel me construyó un rancho. Podría parecer algo muy simple, o carente de interés. Pero era un rancho de verdad: hecho de madera y vástago seco de banano, con sus ventanas, sus puertas, sus divisiones, sus tabancos y mesitas. Tenía piso de tierra, pero era el palacio de mis sueños de niña.

Yo quería mucho ese rinconcito que estaba en un claro del cafetal de mi casa, escondido tras un naranjo, un níspero y entre matas de café.

Allí yo pasaba horas jugando sola o acompañada de mis muñecas, mis libros, bolas, carritos, pizarra, tiza, lápices y trastecitos. O bien con mi pequeños amigos y amigas –reales e imaginarios- que venían a ser mis camaradas en los juegos colectivos y en los pequeños pleitecillos que nunca faltaban.

No recuerdo bien cuántas piezas tendría, pero en una ponía la escuelita, en otra el dormitorio y en una tercera la cocina, donde de seguro estaban también la sala y el comedor. Servicio sanitario, ni pensarlo. Pero tenía agua, aunque no luz: de por sí, no había luz en el pueblo durante el día, y en la noche no me dejaban jugar en mi rancho.

Mis amigos, mis amigas y yo, creíamos que era también el espacio más seguro dónde guardar nuestros secretos y tesoros de esa época de asombro, de preguntas y de descubrimientos.

Recuerdo la huaca de matasanos –la fruta prohibida porque se creía venenosa, pero la usábamos en nuestros juegos – que alguna vez nos descubrieron. O los pedazos de cera de abeja –robados del estañón de la miel que mi papá guardaba celosamente debajo del moledero- y que escondíamos en las ollitas de barro y se convertían frecuentemente en alimento de las zompopas y avispas que celosamente nos atacaban al abrirlas.

También recuerdo lo olores que encontrábamos cuando abríamos la puerta del ranchito, y entonces recordábamos los bananos que habíamos dejado, tres días antes. en el horno de la cocinita de lata.

Perdíamos los tesoros, y nos ganábamos un regaño.

Ese rancho fue mi primera propiedad privada. Mío, solamente mío. Lo compartía con quienes yo quería, sobre todo con mis vecinas y vecinos “del frente”, con mis primos y primas, con los personajes de los cuentos y muchos otros inventados.

Estar allí significaba para mí ser muy feliz. Tan feliz que jamás podría pensar en que fuera posible su desaparición algún día. Pero una mañana... al despertarme... Inés me recibió con una mala noticia:
“Chito (el primer enamorado que yo le conocí ), que era uno de los cogedores de café, por dar una broma, contar un chiste, llamar la atención o simplemente por payasada o hacerse el gracioso, me había botado el rancho”.

Posiblemente esa fue la primera vez que sentí odio y dolor...

Y mi abuelo ya no estaba, para que me lo volviera a construir... Mi dolor fue para siempre...

Kemly Jiménez (kajota@amnet.co.cr)
Costa Rica, 23 de agosto, 2004


Relatos breves de Kemly Jiménez:






 
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