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El rincón literario: No llores


Lo encontraron derribado en la puerta de casa. Tendido de lado; murmuraba palabras enrevesadas, encogido en la acera. La sangre brotaba pletórica, y lo teñía todo de rojo. Lo encontraron vivo, con una media sonrisa en los labios. Con el corazón débil, pero con ese gesto presumido tan suyo; sostenía débilmente algo entre sus dedos.

Se llamaba John. Mentía sobre su edad para poder seguir viviendo en el hogar. Las niñas se volvían locas por él. Piel morena y pelo ensortijado, era alto, delgado, y guapo a rabiar. Hablaba con esa cadencia tan propia de los de allí, y tenía un algo que atraía a todos. Había salido huyendo de Medellín. Trataba de poner distancia, y de zafarse de los fantasmas. Habían matado a su padre a hierro, y la venganza heredada lo había llevado a matar para hacerle justicia.

Muchas tardes, aprovechando la luz naranja del embarcadero, compartía conmigo entre susurros, que temía el desamparo de la noche; contaba que cuando caminaba solo, percibía con una certeza meridiana como sus muertos le acosaban. Como casi sentía los alientos fríos en su cuello, como se giraba trastornado y movía los brazos tratando de ahuyentarlos. Vivía vigilando que las almas de los que había matado no le ahogaran en plena noche. Mi pobre Jon, sabía que su condena era estar vivo. No podía huir esta vez. Compartía los crepúsculos con un joven sicario, una persona maravillosa con una suerte funestísima, y todos aquellos terrores, compartidos a media luz, fraguaron entre nosotros una unión especial.

En los meses que vivimos juntos, nos hicimos inseparables. Era un hombre sonriente y cauteloso Me contaba de cuando salían a matar; lo hacía en un tono de inmensa vergüenza, sin un solo matiz de vanagloria. Más de una vez yo le escuchaba entre lágrimas, y él se levantaba rápido del suelo y me abrazaba, “no llores” me imploraba.

Cuando se acercaba el momento de mi partida, mi corazón comenzó a temblar, era una agonía diaria. Los muchachos iban despidiéndose, me entregaban notas de despedida, dibujos los más pequeños, y John, no se separaba de mí ni un minuto. La tarde antes de mi partida cogí una cadenita que yo llevaba colgada del cuello, y se la regalé. La puse entre sus manos y se las cogí fuerte. Era tan consciente de que la vida es puro azar, de que si ese muchacho hubiera nacido en otro lugar, sería un hombre de provecho, músico probablemente. Aceptó la medalla, y se despidió de mí con un abrazo inmenso.

Al cabo de un tiempo de haber vuelto, mi cabeza se resistía a caminar entre calles asfaltadas, nunca me había sentido más fuera de lugar. Echaba de menos el calor, la humedad, la música, y echaba de menos a los chicos.

Una tarde, sonó mi teléfono, lo cogí ansiosa cuando vi aquella interminable fila de números en la pantalla. Al otro lado de la línea, alguien se resistía a hablar, había un zumbido tremendo de fondo, y no resultaba fácil comprender, finalmente escuché:

“Marta, a Jon le han disparado”. Tras esa frase, un silencio sepulcral me cedió la palabra.

“¿Qué ha pasado?” pregunté, mientras un millón de escenas me mortificaban el alma.

“Le han asaltado en la puerta de casa, han intentado robarle pero parece que se ha resistido, lo han encontrado con un tiro en el cuello, y una cadena en la mano”.


Aquella voz se perdió en la lejanía, y yo pude escuchar como mis entrañas tiritaban muertas de miedo y de frío. Por mi mente pasaron mil y un crepúsculos, y me dejé caer, doblegada ante la desdicha obstinada de los desafortunados.


Marta Berastain (berastainmarta@hotmail.com)

Enviado el 30 de septiembre del 2011
recortablesyquimeras.blogspot.com


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