Autor: Jose Diaz Diaz

Fuente: https://www.polseguera.com/writers/writing-458_un-escritor-maldito-en-nuestro-patio.html


Un escritor maldito en nuestro patio

Un “escritor maldito” en nuestro patio

Jesús I. Callejas y su novela: La casa desbarnizada

Jesús I. Callejas habita Miami desde hace muchos años. Aquí vino a despojarse del “American Dream”, que muchos ingenuos aún persiguen.

Es evidente que para Callejas Miami no es la imagen de la ciudad que venden las compañías turísticas. Y él prefiere más bien utilizar el recurso literario para mirar crecer su dimensión ética personal y de relación con la ciudad, separándose de ésta, renegando de ella y pisoteando cualquier desliz o coqueteo del pasado.

Amores y desamores de un “escritor maldito” con la ciudad que habita. Hiperrealismo literario. Realidad desdibujada a partir de un lenguaje hiperbólico y adjetivado. Analogías estiradas hasta el máximo de su significación entre los despojos del cuerpo y los despojos de su casa en ruinas. Todo lo anterior puede afirmarse del texto narrativo que toma vida propia a partir de la transcripción de sensaciones y sentimientos que desde su conciencia, Callejas, el escritor, decide comunicar y expeler de su cuerpo y mente adoloridas a través de esa analogía matriz: su casa desbarnizada, en ruindad, con su cuerpo moribundo. Es el selfie fusionado de mundo exterior y mundo interior en obsceno estado de descomposición.

Y las paredes de la casa desbarnizada es su piel, y su esófago son las conexiones e interconexiones de acueducto, aguas negras servidas, la plomería de su sistema fisiológico y anatómico convertido en abyecto símbolo de la decadencia.

Los títulos: La Ciudad y El Jardín, que hacen parte de su nueva novela La Ciudad desbarnizada transcritos en este artículo, constituyen prueba fehaciente que consolida el ropaje formal de un estilo que contiene el corpus inerme e impotente de una conciencia desadaptada a un profundo nivel existencial, ético y social. Baudeleriano a más no poder, Callejas señala en imágenes de asco y perversa lasitud los desatinos de esta sociedad degenerada para acorralarla con su verbo ofensivo, tomado de su propia naturaleza pudibunda. Ojo, que el verbo desbocado de Callejas, turbulento y arrollador como magma enloquecido de volcán en erupción, pudiera parecer insondable y hermético, pero no. Solo que está dirigido para lectores medianamente cultos.

El verbo lujurioso e iconoclasta de Callejas, sucedáneo de una incontenible “justicia poética” se toma o se deja, pero jamás se puede olvidar. Su narrativa, Inscrita dentro de lo que históricamente ha venido en llamarse de los “escritores malditos”, bien se amolda a esas características de misantropía, desadaptación vertical y transgresión visceral a las normas sociales imperantes. El concepto pertinente a los escritores malditos que aparece por primera vez en 1832 en Francia y que se proyecta con solidez hasta finales de 1880, constituye antecedentes válidos para el estilo callejiano. Esa categoría de literatura maldita se extiende a otros países, culturas y naciones, siendo uno de los primeros Inglaterra. De manera que lo que podemos denominar como la primera generación de escritores y poetas malditos comprende nombres como F. Villon, Rimbaud y Beaudelaire y se extiende a figuras como G. Sand y O. Wilde. Desde entonces, hasta la fecha, la literatura maldita constituye una vertiente propia, subterránea, clandestina o marginal de la literatura que produce una sociedad. En USA Charles Bukoswki, por ejemplo; en Colombia: Porfirio Barba Jacob; José María Vargas Vila y Fernando Vallejo constituyen expresiones de una contracultura que confronta radicalmente los valores de las sociedades que los contiene. Estos eremitas urbanos parecieran cumplir la misión de destapar lo ominoso de nuestro entorno.

Escrita en primera persona a partir de un personaje central y único (el mismo escritor), en cuanto narrador omnisciente desboca en una historia de presente continuo que, como monólogo infinito no cesa en la autodestrucción de sí mismo a través de su «casa desbarnizada» que lo aloja. El ser que se derrumba es la casa que implosiona y colapsa. El asco de vivir en esas condiciones antiéticas es el motivo susbstancial que lo induce a purificarse en su destrucción.

La Ciudad

Despierto viscoso en ácido. Estoy afuera… La ciudad me espera siempre; pero ¿siempre regreso? Diseñada con infalible sabiduría neoclásica, favoreciendo global visión, o al menos para hacerla impresionantemente asequible desde cualquier pelícano angular sin irritantes entorpecimientos que remolcan ingentes urbes admirativamente llamadas junglas de acero, es luminosa, no brillante.

París, por ejemplo, es de plata; Roma de oro. Esta ciudad, ni una cosa ni la otra y apesta igual por mucho desodorante que se rocíe en la vulva al levantarse la falda-acera. Soy parte suya más que visual: llévola incrustada a trozos: en achacosas rodillas, en vencidos antebrazos, en montón de órganos con pegajoso toque y desapego, en las enzimas de mí, por la vil canalla, subestimado hermoso temperamento, aunque alerta, en los cometas de mi esputo, en la pinga de estiramientos babeantes y en el flatulento culo cuando suelto espantajos dignos de Geoffrey Chaucer y sus demonios armados con vengativa lancería fecal.

La ciudad me odia porque, a su pesar, soy parte de ella; porque me resisto a sus seducciones de puta alejandrina tratando de arrancar pisadas a la alambrada mercernaria; me odia porque la desprecio y ridiculizo sus pretensiones de cosmopolitismo. Nunca le creí: desamor a primera vista. Soy grande, mimético, ubicuo y la ciudad bestia pretende no saberlo. A través de innúmeros siglos las reservas minerales y vegetales fueron devocionalmente codiciadas y gravosamente heridas en asombrosas construcciones implantadas en Roma, Florencia, Madrid, Toledo, Granada, París, Londres, Atenas, Berlín, Viena, Amsterdam, Estocolmo, Praga, Moscú, Budapest, Tokio.

¿Qué puedo esperar del resentimiento sino la repetición de su vejez? La ciudad me acecha; quiere hundirme en su cristalería invisible, pero si me deja ir lo intentará despojándome de los mejores ingredientes; ansía tanto verme partir derrotado en refulgencia de amaneceres buenos, de límpida radiografía en el corazón y no colores baratos a lo calendario meretriz. La ciudad, en su vastedad aérea, se extiende ya y desde en colosales vías al océano, su última presea; la considerada inviable. Desde ahora no sólo Mediterráneo y Caribe monopolizan voluptuosidad oscilante de andróginas golosinas playeras.

La ciudad se refocila en veranos de húmeda vaginalidad y falosas palmas que chiclean desde bahía hasta condominio, haciendo creer a sus visitantes cargando camaritas de paludismo y poses asquerosamente familiares que no otro finge ser actriz interpretando lo que inobjetablemente es: la pelirroja idiota del momento. Maravillosa época trastocasional: La bien pagada por mal actuada, devocional chupa vergas en limusinas y se masajea el tetaje cuando quiere algo de su papi, no el biológico, sino el pingoso. La grosera ciudad controla inviernos, los fustiga entre paredones de líquido espejo, pero la indiscreción de baja clase, virus en su cuerpo de vedette portuaria, la traiciona. Dice que le estorbo; lo emite en susurros, lo ha gritado cuando la borrachera, la marihuana y la cocaína de las implacables bacterias que la putrefactan durante años de multiplicidad octagonal dejan fuera de control su carnoso culo al aire y es bugarroneada por los que cargan a palas el billete, cuando el “mal gusto” de descuidar poder sobre “apariencias” la hace vociferar que me aborrece porque soy un renegado. Sin embargo me ha usado y usa, se ha servido de mis partes para ser ciudad, pero no tengo deudas con su agenda de servicios.

Fui cómplice de sus desmanes, pero a la fuerza; me esclavizó sin siquiera descifrar mi historial genético, no obstante, algo decisivo le falló: no sentí placer, no sentí deleite alguno en planes de vana complacencia. Le estorbé, la jodí sin pausa desde el occipucio orbital hasta las raíces uñas y no supo dónde colocarme en el conglomerado fétido. No hay tablero para mí que la conozco y lo sabe. La ciudad no es correctamente percibida por fieles moradores, menos por turistas de chanclas, bloqueador solar y bolsas con ropa de marca en rebaja. La ciudad es insulto vertical de fango y mangle. En cierto libertino punto de confluencia arenosa y terruña es, cuidando bien “las apariencias”, acosada en espirales acuáticos que renuevan empujes estimulados por volcánicos rencores. El maremoto acecha. El agua vestirá de sosegado olvido toda ciudad sobre las olas… y bajo ellas, ah, pero ella, como toda puta sin tarifa vocacional, se resiste a declararse fango. Sus brillosos músculos juveniles son en realidad, lo que la mayoría ignora por elemental anomalía dimensional: el obsceno rictus de lo agónico.

La novela total, escrita dentro de ese estilo barroco con el cual Callejas ya nos tiene acostumbrados, pletórico de figuras literarias ajenas a la narrativa plana contemporánea y con un vocabulario dirigido a un lector culto (a pesar de los términos escatológicos), está conformada por treinta y tres títulos. Sorprende por su absoluta unidad analógica y simbólica de tal manera que cada aparte, bien puede ser inicio válido para emprender este periplo al infierno callejiano. Se puede leer la narración completa en orden distinto sin que esto altere el sentido de la obra total. La novela se funda en la historia y la reflexión más que en el argumento. Al limpio estilo de Rayuela de Cortázar el hipertexto es redondo hasta tal punto que en cualquier orden que se comience hasta cuando se termine, el argumento —maleable como plastilina en manos del cerebro agonizante de un niño— nos remite a la imagen madre de la indefensión existencial que supura el texto.

El Jardín

El tracto rectal cual antesala al culo es invernadero y éste oráculo de óculo al revés, porque los fastuosos duomos todos se han declarado adeptos de bonísima fe, al lavado intestinal profuso, artesanal, aséptico, y ascético. Frescos y pinturas invertidos son amapolas flotantes, periplantes océanos de rubíes equinos, cejas aledañas al primer corte telúrico, cabelleras escobillas de sílfides decrépitamente quietas para foto. La playa de vacaciones al cielo, éste se desploma aliviado. La ciudad rejuvenece; no obstante, alerta, es falsaria, ya que la mezquindad fenece en el recto no tan recto: la traición en curvas inhala rotundas feministas de machistas machos, tardes de té pose de pintura inglesa, tieso siglo XVIII, y clubes de libros menstruales, no mensuales. Bueno, si hojeamos la pomposa lista de Premios Nobel de Literatura y elegimos no ambiciosos la lectura de por lo menos un título de cada triunfador veremos que tres cuartas partes de la producción arrastra más estiércol que el derramado en esta ruin postura cuya permanencia me tienen diría yo y no mis clones —¿pudiera ser éste yo uno de los clones?— si no siglos sí cantidad infame de años, pero como asevera el majestuoso Kant, espacio y tiempo son creaciones del sujeto. La rigurosa cocción de huevos y sus paseos por Königsberg, de la que se alejó sólo una vez por algo más de dieciséis quilómetros, dirían lo contrario. Claro, los sentidos son otra cosa… ¿Quién o qué colocó esas nociones en la mente, si la escurridiza mente existe en algún cubil, flotando jodedora? Me aburro soltando triste patrulla de migajas mierdosas bajo disfraces de variada consistencia hacia el coqueto jardín de fuentes colgante de la imbecilidad, donde trepan nichos, murallones, buganvilias, los extasiados cretinos que este mundo enloquecido califica cuales faros de la humanidad y en cuyas oportunas fuentes lavan grasientas garras los intelectuales, mayormente rameras torpes que harían ruborizar a putas dulcificadas por las canallescas recurrencias de la vida. No biblioteca aquí dentro; llegan periódicos, pero no quejarse: en ciertas aldeas satelitales se usan para sanitizar los siete pliegues culecales con menos distinción que la conjurada por Salomé en intentos por levantarle pellejo entrepiernero a Herodes hemofílico. Por cierto, la madura repartidora de periódicos es una frígida señorita pecosa deseosa de atrapar triunfador semental sin saber que se le escapó el vagón de los iniciáticos festines eleusinos, pero ella cabalga bicicleta —le gusta encajarse en la punta del asiento— y en desventajosas condiciones no se persiguen trenes balas. Soy hoy grosera vía de inmolaciones (quiera la providencia que no se aparezca por ahí un tolete a escupir lo que encuentra a su paso). Recuerdo a la rubia; nuestro vínculo acuarela post fornicatoria. Al acusarme, sentados desnudos, a lo Rodin sutura, bajo Dánae en trance cannabis sativa, toda ventanas de partículas solares, al osar acusarme de no ambicioso y perdedor, respondí con dignidad de ascendentes pantalones, único signo de lluviosa especie: Querida, no lograrás ponerme a producir para ti como máquina ATM. Te has tirado el “polvo” con el hombre equivocado. Inundantes periódicos llegan exudando tinta de calamares transexuales y exquisita fibra óptica. Tabletas, Ipads, teléfonos inteligentes y brutísimos que la basta gente, a falta de mejor ocupación, se mete por el culo con la pasión, un poco de entusiasmo, por favor, dilectos señores, que una libertina barra de chocolate obscuro es despojada de su prana en siniestro gogó junto al hipódromo. No respetan la nobleza de algunos animales ni la reverencia que merecen las putas auténticas. Nunca vi tanta flor exhibicionista entre la mierda y su bagaje de pinacoteca multicolor; ni la Flor de Fango del panfletario Vargas Vila se les acerca en histrionismo modernista. El jardín, delicioso convite; caimanes, serpientes, pumas, cangrejos, mosquitos, confraternizan esperando señal de ataque para quebrar tregua y es punto de convergencia espacio-temporal el momento en que la presidenta del Club del Libro por la Expresión de la Cultura, copada de corrugadas acólitas e impotentes “mignons” extraen al unísono cuarenta volúmenes de Madame Bovary… Entonces, el infierno; el día se convirtió en noche, la noche se tiñó de escarcha enrojecida; espadas de fuego guiaron la furia de las bestias que cayeron sobre todo visible en el jardín, por lo que cauteloso en anticipación a los horrores puse a excelente recaudo a la pecosa señorita: de muy portentoso pedo la colgué en las aguadas bombachas de la Osa Mayor. Sajados miembros y cuerpos devorados enteros se esparcían y viendo que si no ejercía los recursos autorizados era el exterminio cedí paso a un tsunami intestinal que arrasó con todo y más. Hubo, al fin, paz en el jardín barroco adulterado.

El verbo lujurioso e iconoclasta de Callejas, se toma o se deja, pero jamás se puede olvidar. Nunca seremos los mismos después de leerlo. ¿Qué más se le puede pedir a la buena literatura?

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