Autor: Robert Newport

Fuente: http://www.polseguera.com/writers/writing-66_navegando.html


Navegando

Aquel domingo del verano de 1955, como tenían por costumbre cuando el tiempo lo permitía, Oscar y Alejandro salieron a navegar en el velero de su amigo Alberto. El día era espléndido; lucía el sol, y la suave brisa apenas alteraba la superficie de aquel mar de aguas tranquilas, corrientes ligeras y mareas suaves de la Ría de Arosa, en la costa atlántica gallega.

Navegaban en acompasado vaivén sobre el inestable elemento de ondas plateadas. El velero, patroneado por su propietario, aprovechaba la fuerza dinámica que el viento ejercía sobre las velas; y se abría camino con aquella proa que se hundía y volvía a emerger, una y otra vez. Avanzaba alegre, con la autoridad que le otorgaba su experiencia marinera.

Llegaron a las Islas Malveiras cuando ya era mediodía. Aseguraron el rizón en el fondo, entre largas y abundantes algas, y arriaron las velas aferrándolas provisionalmente. El sol estaba alto, casi vertical, y calentaba tanto la cubierta, que tenían que baldearla continuamente. Pusieron las bebidas en un cubo, anudado en el extremo de un rebenque, y lo sumergieron en el mar para mantenerlas frescas. Ante tan caluroso panorama, decidieron darse un chapuzón -bueno, varios chapuzones-, entre aquellas algas que se mecían sin cesar. Aquel fondo marino, cercano a las islas, era asombroso; el mar semejaba un inmenso prisma descomponiendo la luz en los colores del iris; las algas, las rocas, algunos moluscos y crustáceos… Todo era una explosión de color.

Después de varias inmersiones, decidieron que ya era hora de comerse los apetitosos bocadillos que con tanto esmero habían preparado antes de salir de casa. Sacaron del agua el cubo que contenía las bebidas, ya suficientemente frescas, y sentados en la borda, con los pies dentro del agua, dieron cuenta de aquel frugal, pero delicioso almuerzo.

Pasaron parte de la tarde intentando pescar algún pez despistado, contemplando los veleros que en formación, participaban en una regata. El cielo estaba limpio y azul, sin una nube. Soplaba una suave brisa que acariciaba sus cuerpos agradablemente. Sólo se oía el chapoteo del agua golpeando el casco, y parecía que el tiempo se había detenido. ¡Qué bien se estaba allí!

Ya al atardecer, decidieron darse un último chapuzón antes de emprender el regreso. Izaron las velas, levaron el rizón y pusieron rumbo al puerto.

La brisa continuaba siendo suave, pero el sol ya no calentaba. Alberto, el patrón, invitó a Oscar a llevar el timón. Él, emocionado, cogió fuertemente la caña de aquel gobernable de recia madera, y se estremeció. Una sacudida recorrió todo su cuerpo al percibir en su brazo el movimiento del mar; y, lentamente, empezó a sentir que ya formaba parte de aquella embarcación; y el temor y la emoción del primer momento, se fueron transformando, poco a poco, en una sensación de bienestar y paz interior que no alcanzaba a comprender. El barco, meciéndose lenta y suavemente, seguía avanzando con soberanía.

Fondearon en la dársena del puerto, cuando el sol escondía su rubia cabellera por la sierra del Barbanza. Arriaron las velas, aferrándolas a la botavara; izaron el timón, depositándolo en el interior; y recogieron todo aquello que no debía de permanecer a bordo.

Regresaron al muelle en una pequeña embarcación de remos; pero antes, como en un ritual, se despidieron de aquel velero que les había permitido disfrutar de una jornada marinera inolvidable. Y ¡hasta el próximo domingo!

Enviado el 31 de julio del 2009