Autor: Jose Mira Torregrosa

Fuente: http://www.polseguera.com/writers/writing-434_tiempo-perdido.html


Tiempo perdido

Oscar Wolf

Tiempo perdido

 

Era mi novia,

mi compañera nociva,

mi camino a la perdición.

Yo sólo pensaba en tenerla dentro,

como mi sangre, como el aire que respiraba.  

Conducía deprisa,

con el viento en la cara.

La carretera, llegar a la ciudad, empezar el teatro.

La boca anestesiada, los latidos acelerados.

Una euforizante sensación,

creerte Dios, el rey de la noche.

Pero:

¿Y mamá y papá?

Él lloraba cuando nadie

lo veía y ella tejía jerséis

de lana buscando una salida.

El río de la química

fluyendo en las venas.

¿Qué el abanderado no podía ver la verdad,

lo que había detrás de la máscara?

A veces, cuando me drogaba en casa,

al verme muy atrapado,

mis lágrimas borraban

de mi rostro las pinturas de payaso,

entonces, salía a conducir bajo luces artificiales

o a incordiar a las estudiantes de coño estrecho

y labios operados,

o a caminar a través de la tormenta bajo

una inmensa nube negra.

 

¿Qué no hubiera dado

por no haberla conocido?

Unos cuantos billetes para poder empezar de nuevo.

La primera dosis abría la mente;

las demás, maná llovido del cielo.

Oh perdición.

Límite gélido. Faz distante.

No hay antes ni hay después.

Sólo una pequeña sacudida

cuando el cerebro se sumerge. 

 

Los adictos del hachís

soñaban con la lluvia

y los navegantes del LSD

(magos, iluminados, pastores del rebaño),

contaban la historia en las

emisoras de radio.

Yo andaba perdido en la pesadilla,

en un mundo inestable,

en un universo de nuevas percepciones.

No quería salir de esa burbuja,

y mientras se perdían los últimos valores

la cocaína me chupaba las neuronas.

Veía cómo la lluvia me quemaba,

cómo se apagaba el fuego de los sentimientos,  

cómo el camarero me tocaba

los huevos con su cháchara,

cómo el mar se alzaba y se estrellaba

contra las rocas púrpura al atardecer.

Oía mi grito interior

Y al llegar el bajón,

bajo las últimas estrellas,

quería creer en Dios para no

morirme solo una vez más.

A veces deliraba,

como un glotón del ácido.

La policía me tenía fichado,

pensaban que era traficante.

Pasaban por mi santuario,

una colina desde donde se ven las luces

de la ciudad,

y me veían enfrentado a las normas,

solo, famélico, destruido,

enfrentado a las marujas

que me criticaban en los cafés,

a los monárquicos que estructuraban el futuro,

a los fascistas que se corrían

pensando en golpes de estado.

 

Un polvo en Santa Pola,

y toda la noche por delante.

El afrodisíaco canto

de las sirenas griegas,

el himno de la adicción.

Llegar a un antro

y beber tequila a secas,

o con sal y limón.

Más kilómetros.

Una vuelta por el

lado salvaje.

Las pijas de la fábula

tomando éxtasis y antidepresivos.

Diciendo: “Métemela despacito”.  

 

Y los traficantes sacándose

las bolas de cocaína del culo

y bebiendo vodca en la habitación del motel.

Y las pistolas y los cuchillos

en el gueto.

Un budista en el arcén de la carretera.

¡Quiero ser como tú,

hermano de la paz, hijo de las estrellas!

Y las redadas policiales en las calles

del vértigo y el escalofrío incandescente. 

Yo quería mudar de alma

como una serpiente muda de piel.

Era bella, seductora, electrizante.

Pero la muerte podía aparecer

de súbito como una negra tormenta. 

 

Los gurús fumaban jaco y bajaban las estrellas a la hierba,

fumaban jaco y quemaban los libros en el río.

Y me ofrecían el sueño dulce.

Y yo masticaba  el verbo, el verso, la desnudez de las palabras….

Porque en todos lados consumían

el opio de  mi corazón,

porque todos necesitaban de mi amor y mi locura,

porque eran yonquis de mi poesía.

Un señor mayor que tenía

ojos de lobo me invitaba

a unos tiros.

Era gay.

Yo había perdido la cabeza

y en alguna ocasión

pensé en venderle

mi bonita pija circuncindada

y mi cuerpo

de rey David.

“Oh, nena, déjame

saborear la distracción.

Déjame lanzar piedras

a los gigantes.

Mi honda está cargada

de cocaína y amor”.

 

Y al final, una luz envolvente.

Los yonquis cambiaban en las plazas

la metadona por dinero.

El viaje llegaba a su final:

Y nací como un león de flamante guedeja negra

y colmillos suntuosos.

Y me bauticé en fluidos sagrados.

El prozac me subía al cerebro como si fuera oxígeno.

Atrás quedaba la pesadilla.

Desde entonces, busco mi camino y soy un vago compulsivo.

No merezco la salvación. Lo sé.

Pero Jesús me ama: soy su hijo, su esclavo, su poeta.

Si alguna vez lloré, es porque vi el rostro dulce

de la virgen María.

 

(A mi hermana)