Autor: Mike

Fuente: http://www.polseguera.com/writers/writing-140_bernardo.html


Bernardo

Ni bien mis padres y yo bajamos del autobús que nos había traído al parque nacional de Canaima, comencé a brincar y a correr compulsivamente mientras nos dirigíamos a comprar las entradas. Una vez en el recinto, corrí como loco hacia el claustro de los osos, ignorando a mi madre que enérgica e insistentemente me exigía detenerme. Los osos habían sido siempre mis animales favoritos. Casi todas las noches soñaba con esas bestias y había una fuerza extraña que me atraía hacia ellos, sobre todo, sus ojos. Aquéllos siniestros ojos dormilones parecían decirme algo, parecían embrujarme. Mi madre decía que yo estaba obsesionado con esas bestias. —¡Se los come con los ojos! —le había comentado en alguna ocasión el guardabosque a mi padre. Meses atrás, una de las osas había parido un par de crías y era la primera vez que veía de cerca unos osillos. Aquellos oseznos daban vueltas y vueltas precipitosamente alrededor de su encierro. La fatiga parecía presa de ellos, mientras que yo, sin quitarles la vista de encima, fantaseaba creyendo leer algo en la mirada lánguida de los oseznos: ¡Sálvanos! ¡Sálvanos!

Entretanto, mis padres se dirigían al santuario de las Monarcas. —Bernardo, vamos a mirar a las mariposas —me sugirió mi madre, pero yo seguí con la cara pegada al barandal y sin perder de vista a los oseznos. Me encogí de hombros y le respondí: —¡No quiero ir, esos bichos voladores me dan miedo! Mis padres son fanáticos de las mariposas monarcas y se les ocurrió dejarme por unos instantes. Después de todo, el santuario de las mariposas estaba a solo metros de la galera de los plantígrados. —Si cambias de opinión, estaremos donde las Monarcas —concluyó mi padre. Yo, en mi ensoñación, no escuché o más bien ignoré a mi padre. De pronto, levanté la mirada y observé algo en el follaje de uno de los árboles de las bestias. Mi mirada fija se había detenido en un enorme panal de abejas. El enjambre daba vueltas y vueltas alrededor de la colmena, mitigando el agobiante calor tropical. Repentinamente, aquellos bichos voladores emprendieron contra los oseznos mientras estos corrían enloquecidamente en círculos. Al principio, la osa no se percató de lo que le ocurría a sus crías, porque echada hocico arriba y moviendo las patas inquietamente, siguió soñando indiferente. La gente apresuradamente se retiró del área por temor a los insectos. No obstante, permanecí solo e inmóvil por unos segundos, ahora estaba próximo al cerco de ladrillos. —¡Sálvanos! —me pareció escuchar, y sin vacilar, trepé el cerco dirigiéndome a rescatar a los oseznos con mi diminuta pistola de agua en mano que había sacado de uno de los bolsillos de mi pantalón corto. La luz enceguecedora del sol vespertino me hizo perder el equilibrio y caí de bruces en la mazmorra. —¡Un niño se ha caído en la cueva de los osos! —gritó histéricamente una mujer que por ahí pasaba, llamando así la atención de los demás. A la osa, súbitamente, le vino un ímpetu de voracidad bestial y se abalanzó furibundamente sobre mi frágil humanidad. Con cada certero zarpazo de la fiera, mi cuerpo se bamboleaba violentamente. Grité entorpecido y aunque muchos me escucharon decían que era demasiado tarde. Al llegar al barandal, mis padres se encontraron con un mar de sangre y los gritos despavoridos de algunas mujeres. Mi padre vio lo que había sucedido, yo yacía inmóvil, y se interpuso para detener a mi madre, diciéndole: ¡No mires!, pero ella gritó: —¡Bernardo! ¡Bernardo! y alcanzó a verme en medio de un charco de sangre y solo consiguió aturdirse en umbroso sueño, mientras mi padre, ahogado en llanto, la sostenía con lividez de muerte. En eso, mi madre volvió bruscamente del desmayo y comenzó a gritar angustiadamente: —¡Berni, Berni, despierta! —me suplicó, sacudiéndome suavemente.  —Parece que tuviste un mal sueño —añadió y me abrazó amorosamente contra su pecho enjugando algunas lágrimas furtivas que rodaron por mis mejillas. —¡Por favor, recuéstate a mi lado! —le rogué entre suspiros. Ella asintió y tomando entre las mías las manos de mi madre le conté mi pesadilla hasta quedarme profundamente dormido.