Autor: Jesús I. Callejas

Fuente: http://www.polseguera.com/writers/writing-135_el-amor.html


El amor

¡Ah, el amor, el amor todo lo vence! Sublime frase expresada por Virgilio. No, eso lo expreso yo. Lo que Virgilio dijo en sus Eglogas, fue: "El amor lo vence todo; sometámonos, pues, al amor." ¿No es acaso lo mismo? No, no lo es. Nada de sometimiento. Así pienso mientras asisto a la cita con esa rubia a quien conocí en una exhibición de pintura y en quien no percibí la apatía sosa que mujeres similares tratan de aparentar y que en nada se parece a la auténtica serenidad. Así que estudias arte, comentó. Sí, y tú, Diplomacia, ¿no? Así es. Y, ¿en qué trabajas? indagó. Soy asistente de un editor. ¡Qué bien! Y, ¿tú?, riposté. Yo ahora sólo me dedico a mi carrera; mis padres me ayudan. ¡Qué suerte! La invité a un par de tragos y nos besamos. ¿Mañana, entonces? Sí, a las seis, respondió sonriente. ¿Tendré que entretenerla con una charla insulsa tipo Reader's Digest y llevarla a beber un "café capuchino"? Cuantioso esfuerzo para que me permita mitigar los furores orgánicos exacerbados incesantemente por la soledad y de cuyas motivaciones me libraría si supiera cómo. El silencio aporta perfección a la materia de los elegidos, pero eso es algo que todavía -¿todavía?- no asimilo. Anhelo conseguirlo sin necesidad de convertirme en un anacoreta o sin explotar definitivamente; sólo con la inmediata intuición de la verdadera inteligencia. La tarde resuena azulada con incrustadas perlas en los escondidos parajes de la claridad e intento ir con buena disposición al encuentro de una bella mujer. Bueno, eso lo que mi tedio me obliga a creer, para no voltear ahora mismo y regresarme, porque los deseos que me conminan no son otros, pero no, no haré lo que el decadentista Des Esseintes en Al revés de Huysmans, quien habiendo planeado un complicado viaje de Francia a Inglaterra, lo cancela abruptamente a punto de embarcarse y regresa a casa, profundamente hastiado de lo que anticipa. Es casi invariable en estas situaciones que toda fascinación oral sea entorpecida con la dureza gestual del hielo en quebradizo puente de verano y las bocas, graduales visajes, se deshagan desembocando en la ramplona fonética de la imbecilidad. No, no; todo se presenta bien. ¿Por qué resistirme? Es bella, indudablemente, y me extasiaron su mirada baja de falaz pudor, la creciente confianza entornada cual poema humeante en expectante boca, fresa invernal enardeciendo hexagonales pómulos, y los ojos, los ojos, fiordo asomando al evangelio de los sueños. Sí, es realmente bella. No puedo negar que cuando me besó, y sin yo saberlo entonces, un efímero rayo de ternura se arremolinó en mi garganta. No todas son iguales. En ese banco una escuálida mujer lee la dieta del Dr. Faking; en aquél un niño devora una hamburguesa de varios pisos y hojea tiras cómicas de vomitivos muñecos; aquella pareja -parecen dos jamelgos- trota con sendas botellas de agua purificada y sonríe con heroicidad doméstica. Lo usual; tan usual como que yo me afane por esta cita. ¡Cuánto esfuerzo invertido, cuánto preámbulo sofocante por una miaja de sensorial placer! Debo tranquilizar mi escéptica amargura. Salgo del parque, cruzo la calle bajo la agradable llovizna y me refugio bajo el toldo de la cafetería coquetamente situada en la esquina. Me siento en una de las mesas en la acera, argumentando la más inimaginables justificaciones: No vendrá o llegará tarde. La fragancia de las flores, allende los escasos metros de la empedrada calle filtrada por el cielo nebuloso, incide en mi pecho con extraña opresión de optimismo y se desborda vertiginosa contra el hermoso panorama de la invadida vegetación de rosa, rojo y amarillo. Ahí viene, reduciendo a polvo mi malsano pesimismo. ¡Hola! ¿Hace mucho que esperas? No, recién he llegado. La acerco con afectuosa lubricidad, mientras se prende de mi brazo cariñosamente y me besa sonrojada: ¿A dónde me invitas? Sonrío y un chorro frío me sube hasta el esófago: ¿Te gustaría quedarte aquí? Hace un delicioso mohín: No, mejor vamos a un restaurante que conozco a la vuelta. Y así, empalagosamente enroscados, caminamos y mis latidos se acrecientan con tal violencia que me parece que voy a desmayarme. Oprimo la cintura cerciorándome de su presencia entre mi brazo, temiendo que una desconocida fuerza la arrebate de mi lado y me deje sólo la ceniza del aire congelado. Es infaliblemente hermosa, concluyo al verla chequear el menú. El cabello, falsamente descuidado para sugerir encantadora naturalidad y menos rubicundo de lo esperado, está cronometrado por los graciosos movimientos de la cabeza juguetona y cuando ríe, el lunar que porta su cuello se estremece con seductora brevedad. Sus grisáceos ojos no dejan escapar detalle alguno; atienden al menú, a la camarera, a la fuente en la rotonda deformada por un vitral de dicha y a mí, con idéntica precisión comunicativa. La falda se acomoda sobre sus rodillas con elegante resignación y una pierna se balancea infantilmente sobre la otra, asemejando un erótico péndulo que me rastrea rítmicamente. Ya estoy lista, dice haciéndome salir de mi sopor dichoso, cuando la camarera se acerca con la pedante displicencia de un gendarme. Rutilantes cabellos definen la sonrisa irresistible y sirven de eco a la diáfana voz: Como "hors d'oeuvre", ... estoy indecisa entre melón con jamón o caviar rojo con tostadas ... no, mejor un "pâté de foie gras". Sopa "gratinée de champignons"; ensalada a la "vinaigrette". De plato principal, tal vez un pescado "cote D'Azur", aunque me apetece más ... sí, prefiero una langosta "diable". Al final veré qué postre elijo; quizás alguna "crêpe" en lugar de queso y frutas. Yo escucho y miro enredado en una soporífera neblina, mientras la camarera sonríe embelesada y su enorme boca, cual gigantesca manga volteada, parece a punto de tragarse el rostro: ¿Y de beber? Una botella de champán; que sea "brut" de "Perrier Jouët". La camarera me enfoca con su faz de deformante espejo: ¿Y, para el caballero? Para mí ... para mí, un café; no mejor un vaso de agua, exclamo ante la perplejidad que se retira suavemente. Con una mirada llena de furiosas espinas, mi rubia parece a punto de saltarme al cuello: ¡Un vaso de agua! ¿Acaso me quieres poner en ridículo? ¡El gasto será descomunal!, digo atropelladamente. Y, ¿qué?, responde con altanería. ¡Cómo que y qué! No tengo ese dinero conmigo. Tendrás que ayudarme a pagar la cuenta. Enrojece y se levanta disparada por la indignación: ¡Ayudarte a pagar la cuenta! ¡Nunca me habían humillado de este modo! Si no tienes dinero, ¿por qué me invitas? ¡Cómo saber que ibas a pedir una cena digna de los Romanoff! Ya sentada, habla con exasperante lentitud: Qué penosa justificación; un verdadero caballero siempre está preparado para estas circunstancias. Además, deberías agradecer mi delicadeza al no pedir un champán más caro; un "Dom Pérignon" de "Moët Chandon" o un "Taittinger", por ejemplo. Mucho agradezco tu consideración. Me observa con fastidio: ¿Te gusto? Sabes que sí. ¿Tienes tarjeta de banco? Sí, por supuesto. Muy bien. A una cuadra de aquí hay uno. Lo sé ... Déjame terminar. Si deseas volver a verme, ve a ese banco y regresa con el dinero. Está bien. No debería esperarte; esto ha sido el colmo. Camino como un autómata y mis propios pasos me provocan escozor en la ingle preludiando un terremto estomacal. A varios metros del cajero automático del banco quedo aferrado a un risco pegajoso y siento que no avanzo. Abismado a la confusión, dejo que el sonido en la acera humedecida me transporte y prosigo arduamente. El eco de los pasos se oye lejano y detenido en su fastidioso machacar me hace recorrer la interminable ruta de Santiago de Compostela. Sin dejar de caminar, atisbo en dirección contraria; el banco queda ya a una cuadra detrás de mí. Se aleja más; un poco más. Estoy ya a cinco cuadras del fatal paraje y camino empapado de brisa y nubes insinuantes, sintiendo que no soy ajeno a todo lo que me rodea; dejándome llevar por la amenazante suavidad de este lluvioso día. Me alivia ver a esas palomas, sincronizadas por el inequívoco movimiento de la perpetuidad, aguijonear partículas de pan y sacudir la infamia de sus alas con el precioso afán de proseguir la vida bañadas de pureza, es decir, de fe. No tengo de qué preocuparme; ella debe tener tarjeta de crédito. ¡Ah, qué placidez me absorbe! Es cierto; es el colmo.

26 de agosto del 2006