Autor: Jesús I. Callejas

Fuente: http://www.polseguera.com/writers/writing-132_el-punal.html


El puñal

1610 - Yo fui la herida y fui el puñal omnipresentes en la grafología de Enrique de Navarra. Estuve dentro cuando el puñal se hundió tras el mar de sangre de sus muros y anunció la punta de metal dormido; la confusión brumosa de la vida roja nombró al caos en que habita el corazón extraviado. Desde afuera enumeré la silueta en la perspectiva caudal de la empuñadura estrellada contra el negro raso del rey. La palidez de Enrique fue la palidez de toda muerte en el espasmo de la frialdad sobrecogedora y expectante que se aloja en toda cosa o palpitación fluyente. Era fango el terroso suelo y los encajes salpicados del sucio imperceptible envidiaban la tela y la pluma. La carroza era ya barroca y el cortejo se integró a ella. Soberbia fue la arteria en el orgullo del duque d'Epernon, sobre quien Enrique se apoyaba mostrando un documento. Lavardin y Roquelaure escuchaban al rey, quien disponía a su izquierda de Montbazon y La Force. Enfrente Liancourt y Mirebeau. El carruaje atascado en la estrecha, pletórica calle Ferronnerie no se movió sino por los artilugios de un balanceo premonitorio. Ravaillac filtró su lóbrega forma entre los barrotes del silencio circundando el soplo ajeno, acechando el plan envuelto en el cuchillo hasta la perfumada aura del rey. El primer golpe fue desviado por Enrique. El rey descifró entonces la muerte emergiendo desde el arma hacia los ojos; la predijo en la mirada del católico y sintio broza ética, que no arrepentimiento de hugonote convertido, pues supo durante los eternos segundos que brillan en la nomenclatura de una hoja iridiscente, que la religión es el primer y más artero inciso en la fe de la política. El sendero de la hoja fue dogmático y el mensaje traidor de la sorpresa hurtó a Enrique el afán de la defensa. Ravaillac descubrió el puñal y lo introdujo en el rey y el rey siguió palideciendo entre el ser interminable de su pálida y fenecida sangre. Con la aorta destrozada la carne de un monarca asimílase intangible como la carne de un plebeyo, como la carne de un cuchillo. Cayó Enrique hasta el terciopelo rojo del asiento amurallado y el sombrero de la blanca pluma saltó al ocaso de la esperma; fue así un sombrero embadurnado por el pútrido sabor de la materia. El negro cubriendo al rey, su sangre y los guantes iniciaron el cortejo desde el aire subjetivo al cónclave donde la herida fijo su sitio de visión y muerte; la herida nació y murió. El cuchillo saltó al ser extraido por la crispada transformación de la mano letal y permaneció en la mano y el rey cayó empapado en el obscuro desfiladero del carruaje. Al despertar me vi desnudo, bendecido por los mosaicos del acertijo tiempo. Ya no recuerdo cuán dura la caída de mi nombre golpeó contra la arena del minuto por las bestias invernales llamado eternidad. Lívido mensaje asomó Montbazon cuando la tercera puñalada desgarró su manga y la vencida vida del rey salpicó el territorio de su boca. Gritó y escupió la sangre real inesperada que alcanzó su cuello y el encaje de su cuello, reclamando el rojo sin cauce del rey.

Vio el rey cómo era detenido su asesino aún no consagrado y alzó la mano sin el guante justificativo. El titánico peso del anillo ensangrentado hizo descender el balance de la mano blanca. La siguiente gota, quizás la única en acceder al viaje vertical, manchó el cuero de la bota; cuando la gota abandonó el cuerpo del rey, la muerte inició el trayecto a los jardines del abismo. Yo lo vi. Estuve dentro y estuve fuera. La muerte entró en el rey y la muerte salió del rey, portándolo consigo. Entonces, cuando aquella gota distorsionó el esotérico clamor de su caída, Enrique de Navarra fue IV, supremo rey de Francia. Ravaillac con las heridas quemadas por azufre y fundido plomo, descuartizado por los caballos de la indignación; su sangre fue distinta a la del rey. No era líquido de manantial viajando al país de la simbiosis; era masa impregnada en negro y negro. Las vísceras de su espíritu, pisoteadas fueron bajo la carroza del rey guerrero, bajo las doradas ruedas que utilizan el estiércol como puente y no como guarida. Los trazos conformados por el desmembrado evangelio de su carne inexistente no se sumergieron en el fango de las callejuelas. Los trazos eran ya el fango. Morían dos reinos escindidos pese al olvido de la memoria, que supo así el origen de uno solitario. La memoria no es quién, es qué. 1589 - Enrique III habla de las herejías carnales y coloca la esbelta pierna sobre el cuero de la jamuga preferida. Transporta la copa hasta el vocero de sus leyes y, delicadamente, el vino humedece los sonrozados atributos de sus labios. Enrique perfila el agudo mostacho y acaricia la perla en su oreja derecha. El espejo, hijo de las aguas, es Enrique III y no quien se reinventa en el vidrio de mentiras que el espejo es. ¡Fui menos hermoso en el horrible reino de Polonia! Enrique infiere que es hermoso. Su "mignon", el duque d'Epernon asiente. Enrique otorga a sus dedos el subterfugio de la diversión al jugar con sus mastines, mientras reza a las cuentas esclavas de un rosario. Sentado ya contra la seda gutural de la récamara, Enrique aparta risueño el amuleto devocional de un perro que arrebata las tenues gemas de su mano interminable. Los dedos de Enrique retozan con el mastín, retozan con los hilos de la fe nominal. El lacayo anuncia la confidencia de un fraile relacionado con la Liga Católica. El monarca concede audiencia y su definición se aguza desde la gorguera nívea, despidiendo tres lechosas piedras intercaladas con dos rubíes en la llanura del jubón anochecido, hasta el círculo de las cinco vueltas blanquecinas que conforman el collar ingente. El azur final rueda hasta el cinturón y la pedrería decanta su ascético fulgor contra el negro del traje arreciante. Enrique asegura que es hermoso. Enrique ignora a quien le espera. Se voltea observando a Jacobo Clemente, el dominico. Se avecinan confidencias sobre un aliado detenido por la Liga. El fraile hurta su mano derecha desde sí y muestra la carta al rey que se aproxima. Los perros saltan a la cama y el tercero muerde el rosario abandonado en el luctuoso terciopelo de la silla. Sin murmurar sílabas en el confidente aliento del espejo, el fraile se encima turbiamente sobre la necritud barnizada desconfianza y apuñala el abdomen del rey. Entré y salí. Enrique afianza la mano y aprisiona el dolor sobre la paralizada boca. Yo vi su rostro al salir de la cariátide vencida. Fui sumergido en luz de sangre y la cohesión del aire me devolvió el anfibio aliento de los soles que anochecen. Clemente sacude el brazo y clava el filo en la creciente herida. Mi boca puntiaguda como y bebe de mi herida. Estando adentro me acosan las convulsiones mudas del diamante sempiterno y deseo escapar. Al entrar soy ciego y el brillo de mis bordes es distorsionado; viviendo afuera escucho cómo el alarido se difumina desde el traje ensangrentado hacia la congestionada boca del rey y de allí al destino inalcanzable. Enrique cae. El rosario desintegra su verguenza ante los rescoldos de la dantesca alfombra y el perro aprisiona la mano libre de Clemente. El puñal, en cuya misiva habito hoy, despliega vuelo suavemente, escoltado por la densa lluvia roja. Veo una diáfana armadura perdida en los tablones de la gran puerta monstruosa. La sangre tiñe los párpados del mastín y la hoja, que me obliga a viajar en su nómada martirio, me encamina al cuello de la fiera. Es un golpe interminable, interminable, transformado por la mandíbula acerada. Enrique cae. Petrificada desnudez. Frenéticamente, Clemente descarga las variantes de un único puñal sobre la herida agigantada y sus manos desaparecen bajo la sangre del rey. Enrique cae. Succioné el cauce de la herida. Empapados el fraile y el rey por la misma niebla son, cuando la puerta accede a las descargas de la guardia. Jacobo Clemente espera el ataque. Cae Enrique contra una rodilla y tambaléase yaciendo ladeado. Los perros desgarran el brazo inerte y las endurecidas piernas del asesino; desgarran el vientre, cuando dos espadas entran en Clemente. Enrique apresura palabras inundadas de sangre y borbotea la anacrónica frase. No es ajena la muerte al reducto del momento. La espada alcanza el ojo izquierdo del fraile y marca el sendero huyendo por la nuca. Tres misivas de acero destruyen lo vivo en el agresor. Enrique se revuelve en la alfombra y sus dedos desvarían en busca del rosario. Los mastines escupen el cuerpo acribillado; con chillidos lacerantes mordisquean el fulgor de los pasillos apagados. Yo, quien he sido toda forma, soy ahora el extático corte en el rey anterior muriendo después o antes. Cerca de mí reposo cual joya liberada y el rubí saltando al primer rayo de mi entrada, se refugia en la lejanía de un candelero. Dentro y fuera de un retrato vivo estuve; mi retrato. Son hermanos el puñal y la vejez. Se me encomendó viajar hasta Enrique de Navarra, a mí, puñal agotado de su empresa. Junto a esta piel de vitral secado por la sangre, Enrique anticipa el agonizante diálogo que me hará sentir el próximo latido ya transcurrido y reincidente. Enrique balbucea: Guisa, Guisa, ¿por qué regresas en axioma de puñal? En la madrugada del segundo día, Enrique agoniza: Me muero. Aceptad y obedeced al rey de Navarra como mi sucesor. 1588 - El rey planea mataros. Enrique de Guisa sonríe: No se atreverá. El duque sostiene un plato de ciruelas y recorre la sala del consejo: La ilustre Casa de Lorena devolverá a Francia el sitial que los Capeto-Valois han corrompido. La Liga Católica y Felipe II me ayudarán a ser rey y extirparé, al fin, a los herejes de toda Francia. El Secretario de Estado interrumpe sus pensamientos con un aviso del rey. Enrique se levanta, permea la superficie y las ciruelas se despeñan peligrosamente. Penetra en el gabinete con usual tranquilidad e indaga por Enrique III. Sin obstáculos de porosidad visual, la coloración en la frontal textura es percibida y el aleteo de los puñales llueve sobre el duque que busca la espada infructuosa. Mis parientes malditos son muchos, tantos como heridas. Así las dimensiones del suceso y la aparición de los otros. Forcejea rabiosamente. La boca opuesta define una cara conocida. Es Du Gast, quien descarga el golpe final. Incapaz de resistir el ya suavizado embate, cree flotar entre ambos planos y a mayor distancia de su propio aliento, sintiendo náuseas y el dolor endurecido arribar desde más allá del cortinaje evaporado. Langnac, el jefe, lo empuja con desprecio. La muerte, cuerpo húmedo y gigante que devora rosas con la fuerza concedida por el maligno sino de las eras, sobre él extingue sus afanes y lo hace murmurar: Dios, ten piedad de mí. No humanos ruidos, sólo crujientes sombras, cuando el duque apágase tras la llama falsificada como trono, tras el espejo de los ojos inmortales. Siesta de rojas tempestades en el pétreo ábside de la alcoba, a pesar de mi legado de puñal esclavizado por designios de alhaja y de cedro deformados. 1572 - Margarita de Valois era dorada, dorada sombra de protección inútil e insaciable penar en estadía de independiente lago. Blanca Margarita, blanco atuendo de pecados conocidos como lino y rueca. El viaje mortal de las brumas al mutismo eligirá el semen que subyace en la sangre de los nombres. Margarita es desnuda y encubierta; es su estigma el galope feliz de los corceles sin memoria, de los sueños soñados más por la palabra que por el recuerdo. Esteril hermana de reyes, envejecerá con anticipación horrenda y caerá borracha desde la cumbre de un camello, maniatada por sus extravagancias. Yo, el duque de Guisa soy su amante, pero el amor no es suficiente para recuperar las huellas perdidas en la arena vitalicia. El amor carnal es el consuelo de los que no mueren a tiempo. Margarita hermosa, quien pudo ser inagotable soberana de Francia, provoca en el de Navarra escrúpulos desenfadados: ¡Me han dado por esposa a una ramera! Su unión con la princesa católica y su primera conversión salvan la vida del bearnés. Hay que amparar a Francia de los vástagos de Catalina de Médicis y Enrique II; de los hijos de la sangre y la ceniza. Desde hoy, Francia es mi país. El almirante Coligny, jefe del partido hugonote, propone a Carlos IX: ¡Gobernad solo! Debemos ayudar a los Países Bajos a liberarse de Castilla, declarar la guerra a ésta y recuperar Milán. Dos disparos de arcabuz le atraviesan un brazo y destrozan un dedo al almirante, quien convalece temeroso. Su asesinato desencadena la matanza al ser atravesado por varias alabardas y lanzado, desde una ventana, a la calle, donde Guisa patea el cadáver: ¡Maldito calvinista, paga por el asesinato de mi padre en el sitio de Orleans! Cual un rostro de sangre, la espantosa marejada barre el nombre de las fechas, de las inventadas efemérides, de las huecas parcelas del silencio, del libro desierto y poblado por las claves del pensamiento, de los mapas sin fronteras que yacen en las voces transmutadas en historia, del sitio con dos puñales idénticos y diferentes clavados en la asbolución de los eventos y abandonados tras el borroso oleaje. Allí nací a las leyes de este mundo. Soy la sangre, soy puñal, soy lumbre, soy suceso, soy el cierto organizando la trama de filología ilusa, soy fango de logística oscilante, soy delirante coherencia de tiempo escamoteado al infinito, soy Ravaillac, soy la plebe, soy Clemente, soy mastín, soy la sangre a tantas acepciones de vida sometida, soy alcoba, soy la alternativa en sus estratos, soy asunción de magia duplicada, soy Enrique, soy Enrique, soy Enrique, siendo el puñal que dispone la metempsícosis del cofre inacabable y soy el túnel que mira al hombre desde adentro. Soy puñal alojado en el cuerpo de mi gemelo el hombre y clavado en mi propio hermano-cuerpo de puñal. Al despertar, hoy fui un hombre o un puñal. Sí, fui un hombre como cuando dormía junto a Margarita de Valois. Adentro y afuera habito; regresaré testigo de ambos y todos serán yo.
 
21 de octubre del 2005