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El rincón literario: Vacío

Cuando él me dejó, no supe a ciencia cierta que fue lo que pasó. La vaciedad me arrasó desde los confines de su creación. Con una fuerza tal, que apenas la estaba viendo pasar y ya se había ido, dejando lo que mejor sabía dejar, nada. Mis pies perdieron el rumbo que aún no encontraban, pero que se perfilaba hacia un lugar donde reinaba la paz. Un lugar imposible, me habían dicho, pero ¿cómo iba a saberlo? Cuando aún despertaba a los primeros ocasos de mi existencia, me estaba desvaneciendo material y sentimentalmente. Cuando el Dios de todos los seres estaba asomándose a verme, decidió que sería fruto de su entretenimiento, de su medir las fuerzas de sus obras, de verme rozar los confines de mi ensimismamiento. ¿Me quieres? Decía, y cuando lo decía estaba reclamando un cariño que ya era de él. ¿Me quieres? Y cómo decir que no, si apenas lo había visto y ya me encontraba prendada de esa forma tan explícitamente indescifrable, de sus ademanes voluntariosos y de sus orgullos fatalistas. Ya me hallaba cómodamente instalada en sus mirares dominantes y en sus brazos trabajosos, en sus labios extenuados. Y es que sus labios besaban sin besar, besaban por el gusto de desatar tormentas interiores, de satisfacer no se que sentimiento de extrañeza sobre el género opuesto. Besaba por poseer, no por sentir. Besaba para saberse único y de verdad que lo era, era lo único que no comprendía, pero que de ganas de poseerlo me llenaba toda. Ya no podré verte, dijo, y de ganas de preguntarle porqué no me quedaron, porque era como si de antemano yo supiera que así tenía que ser. Mi desgracia no anunciada se aparecía ante mi definitivamente inevitable y sólo me dejé arrastrar por el olvido de todas las cosas materiales. La sujeción que este partir me generaba, era de la mitad de mi alma en la tierra y la otra mitad no se donde.

Y hacia no se donde se fue, porque en realidad nunca tuvo un lugar para quedarse. Se fue por donde había estado acabando de no llegar siempre, un lugar indefinible de fortalezas escondidas. ¿Qué sabes tú de mi? Preguntaba, y sin contestar le decía que sabía que era la razón de mi ir y venir ajetreado que sólo me dejaba tiempo para volverlo a ver, porque el resto del día carecía de sentido. Minutos, horas, días de agonía delirante que me llevaban sin mirar el resto de las órbitas planetarias que en ocasiones casi colisionaban con mi estúpida forma de caminar, de reír, de no saber ni en donde había dejado mi pensar. Mi madre me veía y no decía nada. Sabía, luego dijo, que iba camino a ninguna parte. Pero cuando me besaba los pechos nada existía a mi alrededor. Besaba cada una de las partes de mi confundida existencia y yo me derramaba en palabras extenuadas, quejidos insubordinados, arañazos revueltos, lenguas enredadas, placeres confusos.

Él poseía los silencios oportunos. Callaba y miraba el techo estrellado que le confesaba secretos sin tiempo. Luego, cuando empezaba a hablar, me hechizaba su rareza léxica, su descifrar mundos inconexos y poéticos, su reírse siempre de la gente y de sus problemas tan insulsos. Había momentos en que no entendía sus palabras, pero sentía que eran como ondas poéticas, gramática atómica, sustancia. Emitía sentencias tan absolutas e irrebatibles que si el mundo en ese momento le hubiese puesto atención, habría encontrado el camino de la dicha. Pero hablaba para sí mismo, ni siquiera para mí, ni siquiera para nadie. Hablaba para saberse tan único e irremplazable, para sentir como el planeta entero se estremecía de cómo lo despreciaba, con todo y sus naturalezas humanas y divinas, sus ondas de colores llenándolo todo, su vida. Y así me atreví a caminar a su lado, sin ni siquiera pretender, lo juro, una reflexión hecha hacia mí. Me bebía junto a él los mil licores del placer, estallaba innumerables ocasiones con mi vientre desecho, con la espalda abierta y los pulmones sangrantes.

Nunca saciaba su búsqueda de notas escondidas, revolvía los rincones de las palabras para encontrar nuevos significados, nuevas formas de poetizar las inmundicias, que yo apenas miraba de lejos, y viajaba hacia los adentros de éstas para vomitarlas, para hundirlas, para hacerlas renacer, para darles formas incomprensibles. Y así vivía, atorándose y desatorándose en las ramificaciones de sus interiores incandescentes, en sus determinaciones inconclusas. Y yo le amaba, le amaba sin poder entender el porqué de mis quereres. Le amaba cuando me tocaba toda la piel, cuando viajaba por mi vientre y se bebía todo lo que de él emanaba, como si fuera la única razón de su existencia. Cuando gemía y me dejaba llevarle por los caminos que me enseñaba. Le amaba cuando terminaba dentro de mí y se convulsionaba tan enteramente que sentía que moriría allí mismo. Y allí deseaba que muriera, que se dejara ya de cuentos y terminara con esa vida que tanto despreciaba y que parecía vivir como mil gentes juntas. Deseaba que su droga única fuese mi piel y que la buscara como el faro atormentado, porque su vivir atormentado nuca tuvo un puerto, un puerto que le frenara la barca de sus erecciones abruptas y constantes, inacabables.

Todo lo que él quería yo no podía saberlo, porque nadie jamás escuchó decir sus querencias. Vivía hacia adentro, y decía que allí se encontraban los mejores viajes. Pero siempre iba sólo, porque sólo lo conocí, porque allí anidaban sólo notas perdidas de canciones cósmicas, voces de óperas estruendosas, de mujeres de rostros cambiantes que estallaban sus gargantas en notas imposibles, mujeres de piel de papel y arrugas tiesas. Y se metía en ese mundo con un cierre de ojos lento, como si apagase el planeta con sus párpados y se sumergiera hacia la verdadera luz compuesta de oscuridades, de luces negras parpadeantes, de gnomos hostiles y lacerantes, que de dañarle la piel lo hacían brillar. Y confieso que en ese momento le besaba. Le besaba para acabar de hundirlo y que no pudiera salir, porque así por lo menos su cuerpo sería mío, mientras la música hecha de máquinas se repetía en mis oídos con su incansable vibrar de notas bajas, con su eterno jugar a ir y venir, con las voces estereofónicas viajando a cada uno de mis oídos. Y los bajos dominándolo todo, bum, bum, bum.

No sabía de mis alimentos, porque no comía. ¿Para que comer si bastaba con una noche junto a él para llenarse de bocados de existencia? Mi cuerpo se laxaba ante sus ojos indiferentes, me desvanecía de delirio y entonces me llevaba a beber hasta la perdida de la conciencia. Juntos rompíamos los círculos de convivencia y nos tocábamos obscenamente, nos friccionábamos sin parar, nos abducíamos y nos juntábamos. Nos mirábamos y me arrastraba hacia las cuencas de sus interminables insatisfacciones. Me poseía y poseía el mundo entero. Eyaculaba sus deseos y volvía al mundo por más, tomando de él un poco de sabia maldita y se evocaba hacia un universo de orgasmos intermitentes, inacabables. Sexo, sexo, el sexo es todo, el sexo es casi todo, el sexo es nada, decía. La física, la cuántica incomprensiva, los huevos con jamón, todo inevitablemente apuntaba hacia él, le contenía en cualquiera de sus etapas y fórmulas. Hubo ocasiones en que lo encontraba como origen y consecuencia de operaciones químicas insistentes y de inmediato justificaba sus modos. Así tenía que ser vaya.

Miraba mis pasos como una prolongación de los suyos, como si su Dios se hubiera enterado de que su incompleta realización debiese estar sustentada en mis andares y en los de otras personas, ¿mujeres? que anduviésemos sin tino inacabando de posibilitar sus demencias. Estaba allí como un resultado previo, como una vagina receptora de sentencias, como alguien que clamaba que me matara sin acabar de matarme jamás. Mi agonía eliminaba la percepción del resto del mundo. Mi órbita mudaba de eje constantemente, para encontrarme una y otra vez en su punto de colisión y pedirle que me amara, que me estrujara, que me penetrara con esa fuerza de intención y que me susurrara al oído que todo estaba perdido, que nunca nada había sido sustentado. Insultaba a su Dios por no darle más, porque hubiera deseado tener la antimateria del espíritu, para poder revertirla en una existencia climática de un segundo. Un orgasmo extintor, un clamor desvanecido, un ay de un milisegundo, espermas espinosos viajando por conductos reducidos, sangre por todos lados.

¡Maldita sea!, Maldito sea este Dios cobarde que se niega a terminar con todo! ¡Maldita esta sed inacabable! Era lo que le oía decir cuando estaba eufórico de dicha. Y luego escribía mil historias en mil papeles sin forma, sin forma las historias, sin forma los personajes, sin forma sus letras, pero una determinación que lo definía todo, que no alcanzaba a definir nada. Y luego corría a llorar como un niño en mi regazo, se prendaba de mis pechos y deliraba maldiciones con tonos de canciones de cuna y yo lloraba mil llantos. Ese era él. La cara y la cruz. El holocausto y la resurrección. La vida y la casi muerte. El sol y la noche. La pretensión y el hecho. El todo y la nada. La maldición y la redención.

Y luego, de pronto un día, se vistió con su camisa negra de manga larga, sus jeans rotos y se pintó la cara con una dicha extraña y voluminosa. Cogió sus tres pensamientos del día, de la mañana. Se peinó con la sabia de sus predicamentos. Guardó sus cien palabras en la cartera. Recogió sus dignidades revueltas. Exaltó su orgullo y se lo prendió en el cuello. Calzó zapatillas de olvido y simplemente dijo “ya no podré verte”. Y lo dijo de una forma tan lejana, que apenas alcancé a oír, apenas alcancé a huir de esos rayos fulminantes que eran sus ojos que no me miraban. Atravesó con ellos mi cuerpo y mi corazón que se vaciaba a borbotones que tropezaban con mis palabras. Los nudos de mi infancia se prendaron de mis lágrimas y no alcanzaron a salir, se atropellaron en mis oblicuas pupilas y aventaron un pugido extraño mezcla de dolor y muerte. Caminó hacia el futuro y no desvió la mirada de sus evocaciones inciertas. Su espalda fue testigo de mi derramamiento de células, de mi desmembramiento y derrumbe, de mis pechos descubiertos y mi sexo derramado. Abrió la puerta y un sol calcinante me bañó de espasmos, de convulsiones sin salida, de mil piedras que se agolpaban en mis uñas.

Cuando él se fue, te lo juro, se los juro, no se que chingada madre pasó.

Juan Fuentes (regional5@a-movil.com)
Enviado el 8 de julio del 2009






 
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