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El rincón literario: El sonido

Iba notando como el agua se enfriaba a su alrededor. Era curioso como la temperatura va variando con el paso del tiempo. Recordaba el agua ardiendo, y ahora estaba tibia, una tibieza que envolvía su cuerpo, como un manto protector, como una dulce cuna en la que se mecía. Y más ahora. Notaba como su mente se nublaba, al igual que su vista. Las cosas parecían adquirir proporciones desmesuradas, todo distorsionado, todo alterado. Pero estaba tranquilo. La ansiada paz le envolvía al igual que la tibieza del agua, ni fría ni caliente. Así se sentía, ni frío ni caliente, perfecto, en perfecta armonía con lo que le rodeaba, aunque su mente no estuviese al cien por cien, y con los sentidos embotados, la sensación de paz le embargaba, le iba sumiendo en un plácido sueño, un sueño reparador, un sueño en el que no tendría ningún tipo de pesadilla, un sueño tranquilo. Notaba como los párpados le pesaban, cada vez más y más, ya casi no era capaz de mantenerlos abiertos. Quería cerrarlos y sumirse en los mundos oníricos, pero antes quiso ver lo que le rodeaba por última vez, como si fuese una especie de despedida. Un adiós, no un hasta luego, un adiós rotundo y definitivo, por eso quería despedirse con dignidad.

Miró a su alrededor y pudo observar el lavabo que tantas veces había utilizado. No era grande, pero sí bien aprovechado. Su armario debajo del lavabo, su taza al lado del bidet, y la bañera donde ahora mismo él se encontraba. Todo limpio y ordenado, no quería que quien lo encontrase pensase que era un desordenado y un guarro. Por esa razón había limpiado y ordenado todo el piso. Lo había hecho con toda meticulosidad, tal y tal como le había enseñado su madre. Había puesto la última lavadora, tendido y recogido la ropa. Lo quería todo perfecto, todo en su sitio para la próxima visita, , no quería que nadie le reprochase nada aún después de haberse marchado.

Y así lo había dejado todo, limpio y ordenado, la ropa recogida, había llenado la bañera con agua hirviendo y se metió en ella, observando como la cristalina agua, aderezada por dulces sales de baño, se iba tiñendo de rojo. Había tenido el sumo cuidado de no salpicar las baldosas del baño, no quería ensuciar nada en su despedida por que seguro que su madre pondría el grito en el cielo si veía sucio el suelo, aunque fuese suya su sangre. Desde luego, se dio cuenta, era un maniático de la limpieza, pero bueno algo tenía que haber heredado de su madre, la obsesión por verlo todo limpio por si acudía alguien a casa, aún a sabiendas que nadie los iba a visitar. Era una manía, una manía que él mismo había adquirido después de largos años de convivencia con su madre.

Era curioso, pensó, en como la mente intenta distraerse en los peores momentos, intentando evitar el sufrimiento. Ya que ahora mismo estaba pensando en todo eso de la limpieza y en su madre, pensando en eso cuando a los pies de la bañera descansaban dos cuchillas de afeitar, eso sí apoyadas en sendas capas de papel higiénico para no manchar el suelo, y su sangre escapaba por sendos cortes en sus muñecas. En realidad tendría que estar asustadísimo, vamos acojonado totalmente, pero no, su mente intentaba centrarse en cosas livianas y hasta agradables. Será algún tipo de mecanismo de defensa, pensó. Pero la verdad es que se encontraba mejor que nunca, bien consigo mismo y bien con la decisión que había tomado, no se arrepentía, ni mucho menos, no había estado tan seguro de algo en toda su vida.

Su vida, tan insípida que le había parecido antes y el valor inconmensurable que le daba ahora, ahora que estaba a punto de perderla. Pensaba que a lo mejor era cierto eso de que antes de diñarla ves toda tu vida ante tus ojos. Más o menos era algo así. Recuerdos fugaces pero muy reales, como si estuviesen aconteciendo en ese momento.

Recordó el primer lloro que hizo en este mundo, recordó el sonido de sus lloros al nacer, un sonido de rabia pero a la vez de bienvenida a la vida, un sonido de frustración por haber salido del calor de su madre, pero también un sonido de incertidumbre y de esperanza, ya que en ese momento empezaba un camino que se podría bifurcar en un millar de ocasiones. Y mientras lloraba recordaba los cálidos brazos de su madre, y el sonido de su voz al mirarle a la cara, una voz dulce y cansada debido al esfuerzo de sacar por un agujero tan pequeño a un ser de tres kilos y medio. Recordaba sus palabras como si las estuviese oyendo ahora mismo, “mi hijo, es mi hijo”, palabras semi confundidas entre sollozos de alegría. Desde luego era un sonido de lo más halagador, un sonido que le marcaría a lo largo de toda su vida de una manera inconsciente ya que no lo recordaría hasta este momento.

Recordó los sonidos de su niñez, los juegos, los compañeros de colegio, tan lejanos y a la vez tan cercanos, su relación e interacción con sus iguales. Las primeras travesuras, el regocijo de sentirse eterno, eternamente niño, sumido en un mundo de juegos y risas, algún que otro moratón, pero que pronto se olvidaba por que siempre surgía algún juego nuevo. Como siempre recordaría uno de los juegos que más le apasionaban, el jugar a “V”, imitar a los protagonistas de aquella mítica serie, luchar contra lagartos imaginarios, pilotar naves en luchas por el cielo contra los malos, intentar seducir a la chica de las estrellas. Y así se forjó su gran amistad con Ernesto, que hacía de Donovan y él, Rubén, de Kyle, desde luego no era tonto Kyle se liaba con la chica de las estrellas. Y recordaba como imitaban el sonido de las armas al disparar, el sonido de los lásers, el de las naves al surcar el aire a velocidades inimaginables y, sobretodo, recordaba el sonido de sus risas, de sus gritos al jugar, al disfrutar de una vida sin preocupaciones. Joder eran niños, y los niños han de disfrutar de su niñez.

Y recordaba como con el paso del tiempo los profesores no paraban de decirles que el colegio llegaba a su fin y que el instituto era otro mundo, mucho más exigente y con más responsabilidades, y el sonido de sus voces le hizo darse cuenta de que la niñez llegaba a su fin y una nueva época empezaba. Ya se había dado cuenta de eso. El sonido de su propia voz había cambiado, es más era impredecible, infinidad de gallos la poblaban, el pelo parecía que quería adueñarse de su cuerpo ya no miraba a las chicas como compañeras de juegos o como simples niñas cursis, se había dado cuenta que también ellas habían cambiado, y eso provocaba que un extraño calor se apoderase de él cuando estaba con alguna que le gustaba.

Recordó cuando él y Ernesto descubrieron el alijo de revistas porno del padre del segundo. El sonido del pasar de las hojas, los sonidos que emitían sus bocas preadolescentes, el bulto duro que se había creado en sus entrepiernas, el sonido de sus agitadas respiraciones, nerviosas por si el padre o la madre de Ernesto les pillaban con aquel magnifico tesoro. Recordaba las primeras masturbaciones colectivas e individuales, el sonido de las manos al frotar aquellas pollas virginales, los sonidos de los gemidos fingidos de las actrices de las películas del padre de Ernesto, desde luego aquel hombre tenía en su poder toda una videoteca y biblioteca del porno, algo que cualquier adolescente hubiera deseado poseer, y para ellos estaba al alcance de la mano, sólo tenían que ir con sumo cuidado para que el padre no los descubriese.

Recordaba sus años en el instituto, el sonido de las clases aburridas e interminables, las primeras campanas y los primeros suspensos, y con lo que conllevaba eso, el sonido de las primeras broncas de sus padres, los castigos y las reconciliaciones, y el esfuerzo puesto por su parte para intentar solventar la situación. Recordaba como habían intentado aparentar ser adultos cuando no eran ni niños ni lo primero, eran unos adolescentes inmaduros, que sólo tenían en la mente el ligar y la diversión. Recordaba las primeras caladas a unos cigarros, el sonido de su tos y como había intentado aguantarla, ya que la apariencia era lo que contaba, fumar a uno le daba clase, el sonido de el cigarro al consumirse, el sonido del mechero al rascar su piedra para conseguir la llama. Recordaba como había probado sus primeros porros, la sensación de mareo y sed, el sonido del costo al quemarse y el olor peculiar que desprendía, y de cómo se escondían en las campanas para fumar y beber litronas, y de cómo se reían y luego iban a clase sin poder controlar la risa, recordaba el sonido de aquellas risas, risas de felicidad y de bienestar, y de cómo el sonido de la voz del profesor les invitaba, de manera muy cortés, a abandonar la clase. Y recordaba más broncas de los viejos, y la rebeldía que se había apoderado de sus mentes, el sonido de sus protestas y de sus constante preguntas de que por qué no puedo hacer esto o aquello. El sonido de su rebeldía transformado en música, música atronadora según su madre, y para él música de los dioses. Aún recordaba los acordes que golpeaban con fuerza los altavoces de su habitación, como los iba a olvidar si todavía lo seguían haciendo, La Polla Records, Kortatu, Cicatriz... y toda la hornada del rock radikal vasco. Y se acordaba de verse a si mismo y a Ernesto deleitándose con aquellos sonidos aderezados por unas suculentas litronas y unos porros, eso era vida, el sonido de la cerveza al pasar por sus gargantas, el humo que rasgaba sus cuerdas vocales y el sonido de la voz de Evaristo. Lo recuerda y desearía que aquellos momentos no se hubiesen acabado nunca, que durasen eternamente “Cerveza y porros” como cantaban los Soziedad Alkoholika.

Recordaba el grito de su madre cuando apareció en casa con su primera chupa toda pintada y llena de remaches, sus botas de militar, sus elásticos y sus muñequeras y cinturón de pinchos. Recordaba el sonido de su grito y de sus sollozos al preguntarse en que se había equivocado a la hora de criar a su hijo, la mirada de odio de su padre, hasta pudo oír el sonido de aquella mirada, silenciosa pero tan expresiva. Pero los sollozos poco a poco fueron calmándose, en los estudios rendía, sus notas no eran del todo malas, y su madre al final acabó admitiendo su indumentaria al ver que ésta no rendía en sus estudios. Recordó su primer trabajo de verano en un chiringuito de playa, curro a destajo, y guiris también a destajo, lo que significa relaciones nocturnas por doquier, extranjeras sedientas de sexo juvenil que él estaba dispuesto a saciar. Recordaba sus gemidos en un idioma que no entendía del todo, los sonidos acuáticos de las penetraciones en la playa, a la luz de la luna, hasta uno podría pensar que era un contexto romántico, pero sólo era sexo por sexo y si te he visto no me acuerdo. Recordaba el repiquetear de los vasos, el sonido del surtidor al verter la cerveza en las copas, los gritos de los alemanes e ingleses borrachos. Recordaba lo que le había costado su primer sueldo, el sudor y el aguantar a un jefe déspota, pero también recordaba que cuando el verano acabó el dinero se tornó en una guitarra y un ampli, de los más tirado, pero que cumplían con su cometido a la perfección, el hacer ruido en un pseudo grupo de punk. Recordaba como aporreaba las cuerdas, como intentaba formar con sus dedos algún acorde coherente, y como el sonido demoledor que surgía del bafle le embargaba y le transformaba en un ser libre, era su sonido, un sonido creado por él. Y recordaba los ensayos, como Ernesto aporreaba la batería, creando ritmos vertiginosos, casi imposibles de seguir por él y el bajista, Ricard, y recordaba la voz desgarrada de Santi, el sonido de los insultos y las exigencias que describía en sus letras. Recordaba como el sonido del grupo “Askeados de la Sociedad” se iba puliendo y cada vez les salían composiciones más trabajadas y con un sonido punk realmente pegadizo. Recordada los conciertos, el clamor de la gente, de como bailaban pogo, de cómo el sonido de sus chillidos les animaban aún más.

Recordaba como la adolescencia se fue perdiendo, llegaron los últimos años del instituto. Y otra época daba su inicio. Decidió seguir estudiando, cosa que sus colegas despreciaron, hasta Ernesto, su mejor compañero, y decidieron sumergirse en el mundo laboral. Recordaba el sonido de sus palabras diciéndole que con curro hay pasta y si hay pasta hay fiesta, pero él ya curraba los veranos, con lo que sacaba tenía para sus vicios.

Y recordaba el sonido de sus propios pensamientos, qué coño puede estudiar un punk, se preguntaba, al final se decidió por historia, siempre se le habían dado bien las letras. Por lo que se sumergió en el mundo universitario y en toda la farándula que lo rodeaba, y la verdad es que le gustó, conoció a gente realmente interesante, sobretodo intelectuales de pacotilla, otros que iban de revolucionarios de pastel, otros que no se cuestionaban nada sólo el seguir con una monótona vida, y el sonido de todas aquellas voces le embargaban, se dio cuenta de que le encantaba escuchar a la gente, conocer sus ideas, pero lo que más le gustó fue el conocer la historia de la humanidad, lo que había acontecido en años que él no había existido, años que ya nunca volverían. Por eso escuchaba con una devoción casi ciega las clases de sus profesores, eso sí siempre manteniendo esa actitud crítica y rebelde propia de los libertarios, ya que ya se había confirmado sus pensamientos y creía que la libertad no puede llegar nunca con la existencia de un estado.

Recordaba su militancia en asambleas estudiantiles, su participación activa en manifestaciones, el sonido de sus propias palabras al denunciar hechos acontecidos en la universidad, en como, poco a poco, se fue implicando más en luchas de carácter social. Pero también recordaba como siguió con su grupo, en sus fiestas y desfases, pero lo que más recordaba era a Lucía, la recordaba como si la estuviese viendo en ese preciso momento.

Lucía. Recordaba como la había conocido, de la manera más curiosa, ya que iban a la misma clase pero ni se había percatado de su presencia, es más mucha gente le rehuía por su imagen, los más pijos. Pero estando en el bar, haciendo campana, como no, y tomando unas birras para acelerar la mente y hacer que la conciencia se expanda para debatir los problemas del mundo, se dio cuenta de que entraba por la puerta una chica que le llamó la atención, de cara era guapa y no tenía un mal cuerpo, quizá demasiadas caderas, pero bueno. Y no sabía por qué, se fijó en ella, ya que en clase nunca lo había hecho, la conocía de eso y poco más, peor en el momento que entraba sus miradas se cruzaron, y le pareció oír el chisporreo de sus miradas al cruzarse, ahora recuerda aquel sonido y se estremece. La siguió con la mirada, totalmente ajeno a la conversación, y la vio como se quedaba plantada en la barra, todavía mirándole y él devolviéndole la mirada. Y no sabiendo aún cómo, sintió como un resorte que le obligó a levantarse y aproximarse a ella. Y escuchó el sonido de su agitada respiración, y el sonido de su incertidumbre, ¿qué cojones le podría decir?, no lo sabía, sólo sabía que debía iniciar una conversación con ella. Y en sus recuerdos se ve allí plantado, enfrente a ella, mirándola fijamente, oyendo su respiración y sintiendo unas palpitaciones en las sienes, y recuerda cuales fueron sus primeras palabras, el sonido de las mismas, nerviosas y temblorosas “¿quieres un número para el sorteo de 250 gramos de maría?”, el recuerdo de su sonrisa todavía le hace estremecer, el brillo de sus ojos, pero cuando realmente se sintió desbordado fue con el sonido de su voz, melodiosa, sugerente, incitadora, y siempre la asoció a la de una locutora de radio, pero uno siempre se imagina que los de la radio tienen voces atractivas pero que luego físicamente son unos callos, pero en Lucía no ocurría eso, su voz denotaba la belleza de su cuerpo, la conjunción perfecta, cuerpo, voz y mente, ya que sabía que sus notas eran envidiables. Pero lo que más le sorprendió fue su respuesta, “no fumo, pero dame un par”. Y recordaba sus manos temblorosas al introducirse en el bolsillo de su chupa para coger los boletos, y de cómo seguían temblando al arrancarlos, y el sonido del papel arrancado, como si fuese el pistoletazo de una carrera que se iniciaba.

Y recordaba aquella carrera que se inició, el sonido de los corredores al avanzar, él y ella, afianzándose y deseando que la meta estuviese bien lejos para así poder disfrutarse. Y recordaba el sonido de sus paso al avanzar, al hacer camino, juntos.

Recordaba como los años fueron pasando, siempre inmerso en ese jardín del edén que es el compartir con alguien tu vida, él y Lucía. Y la recordaba tal y como era, como una flor que crecía en un jardín exclusivo para ella y él era su jardinero, y recordaba el sonido de su risa, de su voz, de sus susurros, de sus confidencias, de sus sueños compartidos, de sus problemas... recordaba el sonido de toda ella, como si fuese una confluencia de toda su vida, el punto de inflexión que había permitido que su vida adquiriese cierto sentido. Y recordaba como la universidad llegaba a su fin y debían introducirse en el mundo laboral, jodido, ya que dónde podían currar dos licenciados en historia. Era como si el cuento de hadas que estaban viviendo se hubiese transformado en un cuento real, en el que la realidad te golpea en todo el careto y has de despertar para no ser consumido por esa bestia que es la sociedad. Y los sueños se tornaron en quebraderos de cabeza y responsabilidades, pero aún así, recordaba que el mundo de ensueño que habían creado seguía en pie, nadie sería capaz de derrumbarlo, ellos eran sus constructores, sus creadores y nadie sería capaz de arrebatárselo.

Y recordaba como encontró trabajo como administrativo y Lucía en el puto Port Aventura, curro de temporada pero era lo que había. Y todavía puede oír el sonido de las teclas de su ordenador en la oficina deseando que llegase el momento de acabar para poder oír la voz de su amada, que aparecería a lomos de su scooter, que le rescataría de su monótona vida de ratón de oficina. Y sentarse detrás de ella, y rodearla con sus brazos, oír el sonido del motor, un sonido que les transportaría a ese mundo de ensueño en el que vivían.

Y recordaba ese mundo. Mucha gente se imagina el paraíso como algo parecido a un paisaje campestre, rodeado de verdor, de árboles, de pajaritos que cantan y de animalitos correteando por ahí. Quizá eso fuese el paraíso, para Rubén el paraíso era Lucía, la tierra dela felicidad, la felicidad encontrada en cada recodo de su cuerpo, en cada palabra pronunciada, en cada gesto adoptado. El contexto era lo de menos, lo único importante era ella, el resto no importaba, allí donde estuviese ella era el paraíso, su cuerpo, su contorneo, el sonido de su voz, el sonido de su respiración, como cuando la besaba y la acariciaba, que el sonido de su respiración se aceleraba y notaba el palpitar de su pecho. Recordaba su aroma, su fragancia, su suave piel, su mirada de ingenuidad y a la vez de chica pícara. Y recordaba que la gente les miraba por la calle de forma extraña, y aún recuerda el sonido de sus comentarios, “mira un punk con una chica tan guapa”, “pero cómo puede ir esa chica tan decente con esa escoria de la sociedad”. Y ahora recuerda el sonido de sus necias palabras y se mofa de ellas, él la quería, la deseaba, hubiese dado todo por ella, y estaba seguro que ella hubiese hecho lo mismo. Lo que en realidad la gente padecía era de una envidia crónica. La gente no puede aguantar ver a alguien contento y feliz, y siempre emiten sonidos desagradables para intentar joder esa felicidad que ellos nunca alcanzarán. Por esa razón, Rubén, todavía recuerda más la felicidad que sentía, era el centro de atención de toda la envidia del universo, él, un punk, un anarkista, una lacra de la sociedad, la miraba a la cara y se mofaba de ella y de todos sus comentarios que inundaban sus conductos auditivos.

Y recordaba el día en que vio el cartel, dichoso cartel. Cartel que rezaba “Fiesta libertaria con los grupos Sin Dios, La Polla, La Pan y KOP”. Un buen concierto, recuerda, un buen sonido, y total a 40 kilómetros de la ciudad, qué más se puede pedir.

Y recuerda como convenció a Lucía para ir. Y recuerda como se montaron en su coche y emprendieron el viaje. Y recuerda el sonido de los grupos aderezado por los suaves besos de Lucía, y el sonido de sus voces al corear las canciones de los grupos, y como sus cuerpos se contorneaban como si se tratase de uno solo, y de como las cervezas iban invadiendo su estómago y embotando su mente. Y recuerda el último acorde que marcaba el final del concierto, y el sonido de la dulce voz de Lucía diciendo que podían esperar un rato antes de partir al hogar. Y recuerda el sonido de su voz diciendo que está todo controlado. Y recuerda como subieron al coche. Y recuerda los faros deslumbrándole, el sonido de los neumáticos al verse frenados de golpe. Y recuerda el sonido de los metales al retorcerse entre ellos. Y recuerda el grito de Lucía. Y recuerda como todo daba vueltas y el coche se deformaba. Y recuerda el sonido de su cabeza al chocar con el volante. Y recuerda no oír el sonido de la respiración de Lucía una vez que se encontraron quietos. Y la recuerda allí, sangrando por la cabeza, silenciosa, sentada en una extraña posición, el cuerpo sujeto por el cinturón de seguridad, pero contraído, y miles de fragmentos de vidrio rodeándola, y recuerda no oír ningún sonido de ella, nada, el silencio absoluto. Y recuerda que la negrura le envolvió no sin antes derramar una lágrima por el silencio que envolvía a Lucía, el silencio que se la había llevado de su vida, el silencio en que se había sumido su existencia sin ella. Y recuerda como se desmayó sabiendo que ya nunca más oiría el sonido de Lucía.

Y recuerda como despertó en una incómoda cama del un hospital chillando el nombre de Lucía, a sabiendas de que nadie le contestaría a su sonido, por que el silencio había extendido su manto en su vida. Y recuerda como las manos de su madre lo retenían, mientras el luchaba por alzarse y buscar a su amada, y recuerda como unas manos sin rostro le inyectaron una sustancia que le volvió a sumir en un silencio artificial, pero su subconsciente sabía que la música de su vida había llegado a su fin, la directora de su orquesta ya no estaba, los músicos habían cesado su concierto, sólo la negrura y el silencio reinaban ahora.

Y recuerda como la familia de Lucía le culpabilizaron, aún sabiendo que él mismo ya lo hacía. Y recuerda un absurdo funeral, todos en silencio, como si se hubiesen puesto de acuerdo, todos callados, no se podía estar callado en la despedida de la música celestial, en la despedida de la hacedora del edén, no se puede estar así. Y recuerda como gritó y salió corriendo de la iglesia. Y recuerda como llegó a casa, y cerró con llave. Y recuerda como decidió sumirse él también en el silencio, sin su directora no era nada, solo una nota desafinada en un mundo caótico. Y recordaba como dijo “Lucía es mejor estar en silencio que poseer una voz y no poder compartirla contigo”. Y recordaba la bañera, y las navajas...

Y poco a poco se desvanecía todo, pero antes de irse del todo oyó la música que había escrito Lucía en su corazón.

Serch leyó en el diario local el trágico accidente de coche que se había sembrado la vida de una chica joven, y de cómo su novio, un tío de dudosa reputación, que había dado positivo en el control de alcoholemia, se había suicidado el mismo día del funeral. Pero lo que más le llamó la atención fue la foto del rotativo. La misma mostraba la bañera donde supuestamente se había quitado la vida el joven, pero lo que más llamaba la atención eran las notas musicales que había escrito con su misma sangre antes de morir. “Como si la vida fuese música y la carencia de ella nos empuja a la muerte”, pensó Serch, “curioso”, y se dio cuenta de que en su cadena sonaba la canción de La Polla Records que decía tal que así “tengo celos de la muerte que nos separará, tengo miedo de perderte y no temo a nada más”.

Sergio Grao (korjam@hotmail.com)







 
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