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El rincón literario: Palabras sin nombres

Para Nuria Riesco, que disfruta con estas cosas.
Tal vez ella me deje cerrar la puerta.


Claudio y Fabiola se conocieron una tarde de junio. En el ordenador de Claudio eran las 15:37 y llevaba cuarenta y cinco minutos dentro de una sala de chat que le habían recomendado dos amigos… qué importan ahora estas cosas. Allí encontró a Fabiola, sentada ante el ordenador de la habitación de su hermano. Claudio quería saber más sobre esa chica de nick “Fabi17”. Fabiola quería pasar el rato antes de comer. Cada uno tiene sus manías, y Fabi comenzaba todas las conversaciones con un pequeño cuestionario para “rellenar la ficha técnica” de quienes conocía; ya sabéis, nombre, fecha de nacimiento, estatura, color de pelo… esas cosas. Claudio era el número 32 en el archivo. Charlaron un rato. ¿Sobre qué? Imagínate, ¿qué se pueden decir un chico y una chica de 17 años por chat? Supongo que Claudio le habrá preguntado, por salir del paso, en qué parte de Madrid vivía y en qué ocupaba el tiempo libre. Fabiola estudiaba italiano y le chiflaban los cuentos de Borges, Claudio jugaba al baloncesto y soñaba poemas de Salinas y de Aleixandre.

Fabiola tenía un hambre atroz, y, por suerte, su mamá sirvió la comida a las 15:52 (sí… en esa casa comen tarde). Se despidieron, quien sabe si volverían a verse. Ella no tenía ningún interés especial en aquel chico, él pasó toda la tarde deseando encontrarla de nuevo.

A las 23:32 habían acabado de cenar y coincidieron en aquella sala. Claudio dio gracias al cielo. Hizo esfuerzos de todo tipo por intimar con ella, le habló de sus planes para las vacaciones, le contó anécdotas divertidas de veranos pasados, le habló de muchas otras cosas que no recuerdo. Poco a poco fue ganando su interés; al menos eso nos parece a Claudio y a mí, porque cada vez Fabiola tardaba menos en contestar. Quizá haya cerrado conversaciones aburridas para prestar más atención a Claudio o quizá es que sus amigos se fueron yendo. A las 01:25 se despidieron, Fabi no quiso darle su dirección de correo, era demasiado pronto.

Pasaron los días, cada vez conversaban más tiempo y más profundamente sobre las cosas que les interesaban de verdad, sus sueños, sus deseos, sus experiencias con otros chicos y otras chicas, el amor… Todas las conversaciones derivaban a ese tema -nada raro a los 17- y Claudio y Fabiola escribían tiernísimas y dulces frases con las que cada uno conmovía el corazón del otro; palabras sin nombres, palabras con las que se conquistaron pero con las que no se atrevieron a declarar nada… Con el tiempo Claudio consiguió su dirección de correo electrónico y consiguió, al cabo de largas conversaciones y de cartas inspiradas y sinceras, que Fabiola aceptase que se viesen.

Los inviernos en Madrid son ásperos y crueles. Claudio y Fabiola pasaban las tardes de los viernes en el Parque del Retiro; leían, charlaban sentados en un banco, daban largos paseos, observaban a los “artistas urbanos” (músicos y mimos que allí hay), a veces Claudio quería alquilar un barco y navegar con su amiga por el estanque, soñaba a su lado como había soñado no hacía mucho el Capitán de los barquitos de papel. Merendaban chocolate con churros… imagináis como yo lo agradables que fueron las tardes de Claudio con Fabiola, ya sabéis que él la amaba, la amaba aunque ella no quisiera que se lo dijese –en realidad no quería que él la amase, ella nunca sería capaz de hacerlo-. Claudio no conocía a los amigos de Fabi, no conocía su dirección, su número de teléfono; internet (maldita la gracia) era la única manera que tenía de comunicarse con ella. Eso, y las citas en el Retiro a las 17:00 para tomar el café y pasear. Durante unos meses Claudio fue feliz, feliz sin besos, sin tequieros, sin caricias…

Un día Fabiola dejó de aparecer por aquella sala de chat, un viernes dejó de estar en el Retiro. Entristece pensar cómo se sintió Claudio entonces. Imaginadlo. Profundamente decepcionado primero, luego escéptico, luego temeroso por si ella estuviese enferma. Luego tuvo más miedo aún por si algo grave hubiese pasado. El primer viernes recorrió el parque hasta las once de la noche, el segundo viernes volvió a casa a las diez menos diez. Luego paseaba por hábito, lloraba en todas las estatuas, maldecía, escribía poemas. Estuvo insoportable unos cuantos meses, sinvivía, se torturaba y torturaba a sus allegados. Imposible negar ahora lo profundo de su amor hacia Fabi. En el chat pasó horas, preguntó a todos si sabían nada de ella, intentó buscarla en internet –desesperadamente absurdo intento de retenerla-.
No os lo dije, ella era una chica preciosa –imaginadla como queráis-, él no era nada feo.

Claudio nunca supo lo que fue de Fabiola, suponía su muerte y tenía pesadillas. No supo acostumbrase a su ausencia, no supo entender que Fabi no era suya, que su irresistible aficción a no ser de nadie le impidió despedirse, que quizá fuese mejor así. Resulta frustrante para Claudio, para mí, para cualquiera, y es que una mujer así pertenece más al mundo de los sueños (tal vez como los ángeles…) que al de las cosas, una mujer así es imposible de retener… Por eso Fabiola comparte el alma de las golondrinas.

¿Os imagináis lo que pasó en realidad? No, no es tan triste como Claudio cree, aunque él sería incapaz de aceptarlo.

Fabiola y yo compartimos piso en Argüelles. A veces Claudio insiste en tomar café conmigo. Nuestra amistad se ha ido deteriorando hasta excluir la confidencia. Fabiola es feliz y yo me considero afortunado, disfruto mis días a su lado mientras duran. A diferencia de Claudio, comprendo que una mañana puedo despertar solo. Entonces no intentaría buscarla, ella lo sabe y por eso confía en mí. He asumido que el amor es fugaz y, si no lo fuese, no sería. Conozco sus besos, su piel, el sabor de la luz… Insiste en que durmamos con la puerta abierta. Ahora conozco que los ángeles hacen el amor con música de Schubert y duermen desnudos y sin sábanas.

Diego J. García Campos (GARCIA-CAMPOS@terra.es)






 
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