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El rincón literario: Astrofobia


Aquella noche, la lluvia caía en forma de enormes goterones, acompañada de estrepitosos truenos y esporádicos relámpagos que irrumpían casi con la misma furia de un huracán el interior de mí habitación.

Los relámpagos iluminaban hasta el rincón más subrepticio del dormitorio. Y fuera, podía sentir un viento iracundo que soplaba agresivamente estrellándose contra la ventana haciendo que se abrieran de par en par continuamente. La cortina de color grisáceo que la cubría, no paraba de ir y venir de un lado a otro, dibujando largas olas negras sobre el cuadro que colgaba encima del cabecero de mí cama. Sí señor, era escalofriante ver como se agitaba. Aún se me ponen los pelos de puntas cuando me acuerdo.

Pero en realidad, aquel ir y venir de la cortina, no era lo único que me aterraba, también el saber que mis padres estaban a tan solo cinco pasos de mi habitación y no poder ir hasta allá, para aliviar mi temor, refugiándome entre su cálida y algodonada sábana blanca y así sentir el calor de algo humano que respirara aparte de mi aquella noche, me estremecía y a la vez petrificaba mi corazón.

─Es increíble como llueve ─escuché susurrar a mí madre al otro lado de la pared. Al parecer conversaba con mi padre acerca del mal tiempo que había acaecido. El asintió con un sí, casi seco y entre leves ronquidos. La conversación no demoró en convertirse en un monólogo cuando mi padre se quedó medio dormido. De vez en cuando, decía alguna frase entrecortada, como si quisiera dejar saber que aún estaba despierto. Al cabo de un rato, lo que había sido un juerga de palabras balbuceadas, se convirtió finalmente en largos ronquidos que se prolongaron hasta más allá de la media noche. Traté de despertarlos, dando algunos golpes sobre la pared, púes antes prefería los insoportables ronquidos, que seguir cubriéndome la cabeza cada vez que el viento huracanado arremetía contra la ventana, o lo que es peor, ver como aún con la luz apagada, la habitación quedaba totalmente iluminada cuando volvían a aparecer los relámpagos. Más tarde, a eso de las doce de la noche, pensé que lo mejor sería, era improvisar algún apaño que evitara que la ventana continuaran abriéndose, algo como acuñar las hojas con alguna especie de tranca o algo parecido, o encender una vela, colocarla a un lado de mí cama y acabar de pasar la noche viendo como la tenue luz de la pequeña llamarada se consume hasta desaparecer. Al menos así le hubiera ganado la partida a mí temor. Pero sabía que cualquier cosa u objeto que pudiera servirme no estaba allí, sino fuera, justo dentro del viejo baúl color caoba que estaba en la cocina de la parte trasera de la casa.

─Si me decido a hacerlo, tendré que salir de la casa ─pensé, mientras sostenía el manubrio de la puerta que ya estaba entreabierta. Finalmente me decidí salir, y entonces, caminé por el pasillo principal en dirección a la puerta que daba acceso a la cocina, pero justo cuando llegué a la mitad del pasillo, escuché un ruido, como si alguien estuviese caminando de un lado a otro. Eso me hizo volver hacia atrás, siempre ayudado por las paredes que me parecía tenerla más cerca que nunca y me servían de guía en medio de la profunda oscuridad que embargaba a la casa.

─A lo mejor no es nada ─quise suponer, pensando en voz alta, mientras continuaba retrocediendo con pasos sigilosos. Por un momento, sentí la sensación de que lo que había al otro lado de la puerta, venía en dirección hacia donde me encontraba. El temor de hacer algún ruido con algunos de los juguetes que mí hermano suele dejar tirados antes de irse a la cama, alteró mí adrenalina y un sudor frío comenzó a brotar de mí cuerpo. Mis manos embadurnaban las paredes cuando me apoyaba para no caer. Finalmente, me detuve frente a la puerta de la habitación de mis padres.

─Tal vez será mejor con mis padres, que recorrer el pasillo, atravesar la casa y salir hasta llegar a la cocina ─pensé medio desconcertado, con los ojos entreabierto y con el corazón que me latía más de lo normal. Recordé que justo debajo del cuadro que colgaba encima del cabecero de mí cama había un crucifijo, entonces continúe caminando y entre a mí habitación; luego encendí la luz y me acerqué hasta la donde estaba la imagen al mismo tiempo que miraba de soslayo la ventana que continuaba abierta de par en par. La observé por breves minutos, el rostro desolador y agonizante del cristo crucificado. Me arrodillé delante de él y juré que no volvería a escuchar las macabras de mí tía Margarita, acerca de lluvias, relámpagos y ruidos espectrales.

─Perdone que le interrumpa señor Enrique ¿Por qué se detuvo en mitad del pasillo? ¿Qué había al otro lado de la puerta, justo en la cocina?

─No sé. Nunca lo supe, y preferí no saberlo. Mi tía Margarita siempre decía, que cuando se escuchan pasos de un lugar a otro, podía ser un alma en pena que busca algo e intranquila porque tiene algo pendiente de saldar en el mundo de los vivos. Supongo que es otra historia de las que acostumbraba a contarnos cuando se quedaba a dormir en la casa. O quizás, era el miedo que me hacía pensar que había alguien más fuera de la casa. Entienda que yo era un niño con apenas diez años y estaba aterrado. La mente de un niño a esa edad es capaz de imaginar cosas que no ve.

─¿Y su hermano?. ¿Qué me dice de él? ¿También le tenía miedo a las lluvias, a los truenos y a los relámpagos?

─Pienso que no, porque nunca le escuché despertar en la noche, sólo tenía dos años y casi siempre dormía en la cama de mis padres. La casa era modesta, mis padres la habían comprado a las afuera de Barcelona, en un pueblo alejado de las monos de Dios. Querían alejarse del bullicio de la ciudad e irse a un lugar más tranquilo. Tenía dos habitaciones; en la pequeña dormíamos mí hermano y yo, en una cama doble de pino barnizado, era una de esa cama que tiene una pequeña escalera para subir a la parte de arriba. ¿Puedo encender un cigarro Doctor?

─Por supuesto, puede encenderlo. Ya hemos terminado.

─Gracias.

─Bueno, una cosa más, señor Enrique. ¿Qué edad tiene usted?

─Treinta i ocho años.

─¿Intentaron sus padres llevarle a ver un médico, a un psicólogo, para que le tratara su Astrofobia?

─Sí, claro que lo hicieron. Mi padre mismo me trató. Era psicoterapeuta.


Manuel de la Cruz Rodríguez (mdelacruzr71@hotmail.com)

Enviado el 5 de octubre del 2010





 
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